Durante los estrechos lazos de la noche fui el hijo
de Dios persiguiendo magdalenas encalladas en ceremonias, en tarots enterrados
en las uñas del perro y los motivos frecuentes del suicidio. Me corté las venas
millonésimas veces jugando ser inmortal, bebí ansias atadas a la pata de la
mesa de la cocina, pude llamarme mientras respondía a los gritos, me ahorqué en
flores desprendidas de los tejados y la lluvia, dije que los tantos como yo ni
siquiera sabían de dónde diablos viene esta ventana, que solo estábamos aquí
por algún milagro torpe de un espermatozoide y un óvulo. Caminaba las calles
sujeto a superficies de monstruos que manipulaban las cirugías, clandestinos,
lleno de asombros por la capacidad que poseía en regenerarme las veces de los
intentos. Me inventaba cada permanencia, era una locura reinventarse ser dios,
travieso y ligero en las azoteas de los edificios. Descalzo, sin la menor
preocupación, predije ser lagarto, culebra enredada en ventanas, pájaro sin
alas agujerando espejos, murciélago y escribí trayectorias en el viento.
Anónimo supe que curarme de esta inocencia pervertida terminaría otra vez
obsceno, desollado en lagarto traicionando presas. Lagartear las ranuras giraba
en torno a encontrar la vigésima quinta ocasión de arrancarme los ojos para no
contemplar las maniobras de ventrílocuos asediando. Como fui hijo de Dios quise
ovular las respuestas de todos, quise preguntar por vértebras y la injusta
necesidad de crecer oscureciendo las verdades humanas. Y me drogué de huesos,
de gusanos, de vida y de muerte. Narcotizaba las cosas que tocaba intencional y
otras, lleno de la más grosera perversidad de todo niño arrepentido. Aquel día
dentro de la espuma del café iba levantado por reptiles, husmeaban mis
vísceras, se lanzaban mi sangre a sus rostros para renovar el mito de Sísifo en
mi despojos. El lugar de la fiesta era mi cuerpo en todos los cuerpos, en todos
los prisioneros que han intentado escapar de este silencio.
martes, 19 de noviembre de 2013
domingo, 17 de noviembre de 2013
El útero de Anne Sexton
“Esta noche quiero cazar a la muerte…” dijiste en
trance de cervezas y hot dog bajo el quiosco del parque Duarte. Hacíamos el
filme, era noviembre y llovía lechosamente, llovían simulacros dentro de esta
cárcel arrancada de cuajo, desprendida de un tirón como usurpar golpes de hipocampos en peceras y me superpongo en vomito a los espejos
con tu nombre atado a flores amarillas.
Uno tras uno encendías
colibríes de la noche, posesa de Safo injuriabas los vínculos ―del sexo, de esa
sensación sabor a joderse, castrada de menstruación, menopáusica a los cuarenta
como ahora puedo levitar por tus ovarios ambicionando ser tu hijo, tu único
hijo dispuesto a sangrar. ―Me reviento en éter las muñecas y tiemblo.
El útero cuelga
de la lámpara del automóvil a media calle en La San Luis. En estalactitas
azules vistes de acasos, de embudos y te rompes apretando la impotencia de
mírame, te seduce el ritmo y otorgas la demencia a la muerte. Cómo pude acabar con
ella aun viva en espejos. Sigo sin ser tu hijo suicida del lavado o el toilet. Hoy
se revela tu vientre en las fauces de esta ciudad que se inclina en precipicio
que repta tu espalda.
lunes, 11 de noviembre de 2013
Opúsculo del suicidio
Tú armabas las rupturas de los espejos de Dios en tiempo del
cólera,
dijiste de los patricios la fantasía de las
modas y otros especímenes.
Inventaste los alcaloides, asumiste presencia en
los semáforos
de la tarde sin importarte las caras que miraban
tu desnudez de ella
en oficinas y pasillos de hospitales cuando se
perdía la confianza
de la poesía en el asfalto y las ventanas. Ella
y tú dejaron de creer
en los astros, en la economía de Ares y las
lenguas de los reptiles.
Ven Augusto, escucha el llamado, parte hacia
fronteras a encontrar
tus muertos. Apenas mirarán tus ojos en el café
y el postre,
en el obsequio del amor maldito, en aquellas
sombras del arte.
Aquí el amarillo y el rojo existen en transacciones
de sonámbulos,
en espacios minimalistas por aparatos y
estaciones de guagua.
Augusto, hijo del homicidio y el suicidio, las
parteras acunan los planetas
que hoy se desprenden incalculables, y tú sueñas
por el agua.
sábado, 9 de noviembre de 2013
Balada triste a Pedro Cruz
Compartiste el “día De”
o la hora cero cuando la negrita
fingía ser Poeta de palomas sin alas.
Eran los domingos eternos
que buscabas migas de pan
bajo la mesa, y te convertías
en ternura desde un son cubano
dormitando el polvo de la calle
o la risa de Azul hambrienta
de fuga y continuidad.
Augusto observaba tus pasos,
deseaba estrechar tu mirada
de infante terco yéndose
por las rendijas de la luz verde,
de esa proximidad incierta
que a todos nos roe.
Pero todo supo a madera,
sabor a negritud, a cosmos
invadiendo tu esbeltez
de nadador incansable sobre la tierra,
donde las tardes acababan en luna
y otros entonces.
Pedro, el recuerdo no basta
para mermar la embriaguez
de la distancia ni el fondo de una
tragedia.
Hoy es tu ausencia misteriosa
que permite abrir la sangre,
el regreso de la vida para salvarnos y
amar…
Eran aquellos domingos de comunión
ante tu mujer y tu hija
que amanecían sedientas de ti,
las que lloraron sin lagrimar tu
partida,
las que aun creen que andas por ahí
hablando de gallos,
de historias ajenas a este triste poema,
de techos amordazados
para que no vaticinen el dolor
que sigue matando a Augusto.
Sabes ahora la verdad de la humanidad,
sabes volar y pensaste detenerte
cuando las sábanas cubrieron tu rostro,
tu risa llena de violonchelos,
de bigas y nardos,
en casa de Reyna donde Augusto
dejó su cuerpo rendido un invierno
o fuiste a coleccionar trozos de algas
al mar para curarnos las heridas,
esas viejas infecciones
que nos consumen a plazo,
a cambios de piel,
a ritmo de sol por tus manos
callosas que tanto martillaron,
de tanto que sufriste en silencio
los saltos de tu corazón
cuando la negrita llegaba media coja
por las caminatas
o porque no la veías llegar para verla
reír
y que te hablara
de la revista y las fotos de sociales.
Ya no eran esos domingos
que estirabas las piernas
bajo la mesa después de comida,
era un demonio que te comía por dentro;
ay Pedro, y a Augusto se le salía la
vertebra,
se le salía el mar por las manos
y tú, hombre-niño en alturas,
te volvías lluvia que mordía
los peces de Cristo y sus apóstoles.
domingo, 27 de octubre de 2013
Recitar poético bajo la influencia del vino
Los tímpanos se me
destrozan.
Tengo la necesidad de
meterme un dedo
por la nariz y vomitar
escenarios.
Hasta salirme el dedo
por la sienes,
por los ojos de
culebras y babosas marchitas.
Herirme, hacerme daño,
prender mis tuétanos
hasta desangrarme.
¿Y…?
Sabes a nombre, a ñame
y a wendylandia.
Quisiera acaso aprender
a vivir por letrinas
y la lentitud del
ciberespacio tragándote
los genitales, un
culebreo fingido,
análogo y sincopado en
las axilas.
¿Y…? ¿Y…? ¿Y…?
¡A veces un poema salva
tantas vidas!
OPÚSCULO DEL SUICIDIO. Augusto Bueno
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