jueves, 14 de abril de 2011

Carnaval Tecnicolor

De repente aquella espera infinita me resultó tan dolorosa que quise abandonar el presente.
Orhan Pamuk


Caminaba frente a la casa de un extremo a otro, vagando, empujado por el más pequeño de mis nietos. Ahora está todo claro como la tarde de carnaval. Ríe al llevarme en remolque, es tan tierno mirarlo, sentirlo detrás de mí frunciendo su carita por el esfuerzo.

En cierto momento, tal vez en sueño, comienzo a preguntarme por qué los pies y las piernas me arden sin motivo aparente como si fueran de otra persona. Sólo comprendo el fastidio de andar empujado por mis nietos cuando vienen de visita. Es el sustento de una fotografía tirada por un sujeto que no le importa mucho. Pero quizá la tarde sosiegue el ahogo que me guiaba aquel día hacia el color de mis propios ojos apagándose lentamente en la pena máxima de la hostil presencia del vacío en medio del charco bermellón.

Cuando por fin abrí los ojos no las tenía. Coloqué la fotografía en el álbum. Allí mis nietos sonreían felices, todos pintados de amarillo, verde y rojo, payasos en miniaturas, liliputienses tratando de violentar mis meditaciones, porque eso aparento hacer en la foto. Aquel día corrimos agarrados de manos: un cordel sanguíneo nos unía al ver pasar las carrozas y diablos multicolores dando vejigazos a los concurrentes. El frenesí de ellos llevó mi conciencia a entrever a lo lejos la avalancha del colorido maleable, olas humanas de infinitos colores, y eso, aunque no sea posible, convertía mi corazón en un niño ante el vasto mundo deseando descubrir otros mundos distintos al que siempre está acostumbrado.

La historia era cierta. Dudaba por no creer en la simple elección de verme tirado en medio de aquel color rojo espeso y tibio que podría ser verde como la sangre de los duendes y los gnomos. Eran garabatos o rayos curvando de lado a lado el firmamento estropeado por el impacto del flash, y se acercó ella, mostrando sus dientes postizos de felicidad y esta vez poseía la oportunidad de interrogarla porque siempre pensaba que si llegaba tal instante le preguntaría cualquier cosa para entender nuestra ida a un territorio desconocido. Y lo hice, por qué sonreía así. Contestó que lo hacía por el peso que ya no soportaba en mi cuerpo y mis retinas tristes. Me alcé de hombros, la repuesta no venía a lugar.

Vi mis manos y aun sostenía el álbum de las fotos, no podía aguantarlo. Entonces creí verme en una eterna pesadilla sin mis nietos caminando las calles minadas de gente voceando, sin agarrarnos de manos, sin unirnos a ese cordón umbilical sanguíneo por la piel y los dedos de las manos.

Al otro lado del aposento escucho su cuchicheo diciendo: Hoy sacaremos al abuelo para darles un paseo por los alrededores del carnaval. Ya llevan años intentándolo y no han podido, me he negado a eso, incluso cuando me han cogido por detrás para empujarme contra mi voluntad lloro y lanzo un grito.

La madre de sus padres, mi mujer, llega y les dice que hoy no pueden porque fue este día lo que pasó. No saben cómo diablos es estar postrado, inútil, que le hagan todo a uno, tanto que para no molestar a nadie me he orinado y cagado en la silla y en la cama. Metí el álbum debajo de mi almohada; cerré una vez más los ojos para ver si encontraba el sueño y para no oír a mis nietos apeteciendo sabotear mi tranquilidad, pero éste se ausentaba negándose a mi deseo de verme otra vez entero, no a pedazos.

Sentí hormigas y mariposas andándome por las plantas de los pies, pensé entonces que la vida no es del color que a uno se le ocurriera pintar una tarde o del color que se prefiera. Por eso la ausencia de los colores en el álbum de las fotos es lo único que conforta mi alma después de eso. Dediqué largo rato para posicionar las fotografías en lugares estratégicos, y al abrirlo sé donde se halla una u otra foto que deseo contemplar.

Les prometí a los niños que me disfrazaría de diablo a pesar de las muchas dificultades que les puse. Llegó la hora de vestirme de muchos colores, yo mismo había confeccionado el traje buscando técnicas en los lugares que elaboraban los atuendos. La máscara llevaba la temible apariencia de la muerte y ella posicionada en un rincón inexistente o creíble miraba mis ademanes hechos como prácticas para darles a los transeúntes, con las grandes vejigas de vaca hediendo a algo asqueroso, por sus traseros.

Al verme, mis nietos saltaron de alegría, se me aventaron encima gritando abuelo, abuelo, ya eres uno de ellos y ahora iremos al carnaval. Cogí mi cámara para retener intactos los momentos oportunos del evento y esa costumbre de llevar a mis nietos a la fiesta carnavalesca año tras año daba a entender a mis hijos y a mí que las tradiciones se debían salvaguardar con amor y respeto.

Saqué el álbum de la almohada y lo abrí donde mismo pensé que lo abriría. Ahí estaba yo junto a ellos con mi disfraz de diablo, en una y en otra no tenía puesta la máscara sino mi risa que se iba agotando poco a poco.

Mis nietos observaban el despliegue de labios como asustados, tal vez veían a través de mi risa lo que más tarde ocurriría. Les dije que nos iríamos caminando hasta la casa porque estaba cerca. Ya habíamos andado toda la calle de cabo a rabo por varios kilómetros pero, como residimos en un barrio aledaño a esa avenida decidí que caminaríamos. Anochecía.

Mis hijos esperaban a los muchachos en casa para luego de compartir unos tragos y alguna comida preparada por mi mujer marcharse a sus respectivos hogares; pero a una esquina los chicos soltaron sus manos uno a uno, después la mía, y se echaron a correr a toda prisa, bólidos zigzagueando la calle, e hice un esfuerzo y eché también a correr tras ellos.

Ahora comprendía la risa de la muerte por querer llevarme cuando sólo vi el flash, esa luz como si fuera de mi cámara al momento de tirar una foto, viniéndoseme encima, porque había apartado al más rezagado de mis nietos de en medio de la calle. Por eso el cosquilleo, el ardor en mis piernas que no son mías porque no las tengo. Sólo estas fotos de tecnicolor me hacen suspirar cuando aún las llevaba y podía andar de un extremo a otro frente a la casa esperando que mis nietos vinieran para bendecirlos e irnos al carnaval.