lunes, 18 de enero de 2010

Girondo, Aida y García Lorca


Oliveiro Girondo

Aparición urbana

¿Surgió de bajo tierra?
¿Se desprendió del cielo?
Estaba entre los ruidos,
herido,
malherido,
inmóvil,
en silencio,
hincado ante la tarde,
ante lo inevitable,
las venas adheridas
al espanto,
al asfalto,
con sus crenchas caídas,
con sus ojos de santo,
todo, todo desnudo,
casi azul, de tan blanco.
Hablaban de un caballo.
Yo creo que era un ángel.


¡Azotadme!

¡Azotadme!
Aquí estoy,
¡azotadme!
Merezco que me azoten.
No lamí la rompiente,
la sombra de las vacas,
las espinas,
la lluvia;
con fervor,
durante años;
descalzo,
estremecido,
absorto,
iluminado.
No me postré ante el barro,
ante el misterio intacto
del polen,
de la cama,
del gusano,
del pasto;
por timidez,
por miedo,
por pudor,
por cansancio.
No adoré los pesebres,
las ventanas heridas,
los ojos de los burros,
los manzanos,
el alba;
sin restricción,
de hinojos,
entregado,
desnudo,
con los poros erectos,
con los brazos al viento,
delirante,
sombrío;
en comunión de espanto,
de humildad,
de ignorancia,
como hubiera deseado...
¡como hubiera deseado!


Dietética

Hay que ingerir distancia,
lanudos nubarrones,
secas parvas de siesta,
arena sin historia,
llanura,
vizcacheras,
caminos con tropillas
de nubes,
de ladridos,
de briosa polvareda.
Hay que rumiar la yerba
que sazonan las vacas
con su orín,
y sus colas;
la tierra que se escapa
bajo los alambrados,
con su olor a chinita,
a zorrino,
a fogata,
con sus huesos de fósil,
de potro,
de tapera,
y sus largos mugidos
y sus guampas, al aire,
de molino,
de toro...
Hay que agarrar la tierra,
calentita o helada,
y comerla
¡comerla!


El puro no

El no
el no inóvulo
el no nonato
el noo
el no poslodocosmos de impuros ceros noes que noan noan noan
y nooan
y plurimono noan al morbo amorfo noo
no démono
no deo
sin son sin sexo ni órbita
el yerto inóseo noo en unisolo amódulo
sin poros ya sin nódulo
ni yo ni fosa ni hoyo
el macro no ni polvo
el no más nada todo
el puro no
sin no


Escrúpulo

Me parece que vivo
que estoy entre los ruidos
que miro las paredes,
que estas manos son mías,
pero quizás me engañe
y paredes y manos
sólo sean recuerdos
de una vida pasada.
He dicho "me parece"
yo no aseguro nada.


Llorar a lágrima viva...

Llorar a lágrima viva.
Llorar a chorros.
Llorar la digestión.
Llorar el sueño.
Llorar ante las puertas y los puertos.
Llorar de amabilidad y de amarillo.
Abrir las canillas,
las compuertas del llanto.
Empaparnos el alma, la camiseta.
Inundar las veredas y los paseos,
y salvarnos, a nado, de nuestro llanto.
Asistir a los cursos de antropología, llorando.
Festejar los cumpleaños familiares, llorando.
Atravesar el África, llorando.
Llorar como un cacuy, como un cocodrilo...
si es verdad que los cacuíes y los cocodrilos
no dejan nunca de llorar.
Llorarlo todo, pero llorarlo bien.
Llorarlo con la nariz, con las rodillas.
Llorarlo por el ombligo, por la boca.
Llorar de amor, de hastío, de alegría.
Llorar de frac, de flato, de flacura.
Llorar improvisando, de memoria.
¡Llorar todo el insomnio y todo el día!


Milonga

Sobre las mesas,
botellas decapitadas de «champagne» con corbatas blancas de payaso,
baldes de níquel que trasuntan enflaquecidos brazos y espaldas de «cocottes»
El bandoneón canta con esperezos de gusano baboso,
contradice el pelo rojo de la alfombra,
imana los pezones, los pubis y la punta de los zapatos.
Machos que se quiebran en corte ritual, la cabeza hundida entre los hombros,
la jeta hinchada de palabras soeces.
Hembras con las ancas nerviosas,
un poquito de espuma en las axilas y los ojos demasiado aceitados.
De pronto se oye un fracaso de cristales.
Las mesas dan un corcovo y pegan cuatro patadas en el aire.
Un enorme espejo se derrumba con las columnas y la gente que tenía dentro;
mientras en un oleaje de brazos y de espaldas estallan las trompadas,
como una rueda de cohetes de bengala.
Junto con el vigilante, entra la aurora vestida de violeta.


Mito

Mito
mito mío
acorde de luna sin piyamas
aunque me hundas tus psíquicas espinas
mujer pescada poco antes de la muerte
aspirosorbo hasta el delirio tus magnolias calefaccionadas
cuanto decoro tu lujosísimo esqueleto
todos los accidentes de tu topografía
mientras declino en cualquier tiempo
tus titilaciones más secretas
al precipitarte
entre relámpagos
en los tubos de ensayo de mis venas.


No se me importa un pito que las mujeres...

No se me importa un pito que las mujeres
tengan los senos como magnolias o como pasas de higo;
un cutis de durazno o de papel de lija.
Le doy una importancia igual a cero,
al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco
o con un aliento insecticida.
Soy perfectamente capaz de soportarles
una nariz que sacaría el primer premio
en una exposición de zanahorias;
¡pero eso sí! -y en esto soy irreductible- no les perdono,
bajo ningún pretexto, que no sepan volar.
Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!
Ésta fue -y no otra- la razón de que me enamorase,
tan locamente, de María Luisa.
¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos?
¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo
y sus miradas de pronóstico reservado?
¡María Luisa era una verdadera pluma!
Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina,
volaba del comedor a la despensa.
Volando me preparaba el baño, la camisa.
Volando realizaba sus compras, sus quehaceres...
¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando,
de algún paseo por los alrededores!
Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado.
"¡María Luisa! ¡María Luisa!"... y a los pocos segundos,
ya me abrazaba con sus piernas de pluma,
para llevarme, volando, a cualquier parte.
Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia
que nos aproximaba al paraíso;
durante horas enteras nos anidábamos en una nube,
como dos ángeles, y de repente,
en tirabuzón, en hoja muerta,
el aterrizaje forzoso de un espasmo.
¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera...,
aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas!
¡Que voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes...
la de pasarse las noches de un solo vuelo!
Después de conocer una mujer etérea,
¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre?
¿Verdad que no hay diferencia sustancial
entre vivir con una vaca o con una mujer
que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?
Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender
la seducción de una mujer pedestre,
y por más empeño que ponga en concebirlo,
no me es posible ni tan siquiera imaginar
que pueda hacerse el amor más que volando.


Poema 12

Se miran, se presienten, se desean,
se acarician, se besan, se desnudan,
se respiran, se acuestan, se olfatean,
se penetran, se chupan, se demudan,
se adormecen, se despiertan, se iluminan,
se codician, se palpan, se fascinan,
se mastican, se gustan, se babean,
se confunden, se acoplan, se disgregan,
se aletargan, fallecen, se reintegran,
se distienden, se enarcan, se menean,
se retuercen, se estiran, se caldean,
se estrangulan, se aprietan se estremecen,
se tantean, se juntan, desfallecen,
se repelen, se enervan, se apetecen,
se acometen, se enlazan, se entrechocan,
se agazapan, se apresan, se dislocan,
se perforan, se incrustan, se acribillan,
se remachan, se injertan, se atornillan,
se desmayan, reviven, resplandecen,
se contemplan, se inflaman, se enloquecen,
se derriten, se sueldan, se calcinan,
se desgarran, se muerden, se asesinan,
resucitan, se buscan, se refriegan,
se rehúyen, se evaden, y se entregan.


¡Todo era amor!

¡Todo era amor... amor!
No había nada más que amor.
En todas partes se encontraba amor.
No se podía hablar más que de amor.
Amor pasado por agua, a la vainilla,
amor al portador, amor a plazos.
Amor analizable, analizado.
Amor ultramarino.
Amor ecuestre.
Amor de cartón piedra, amor con leche...
lleno de prevenciones, de preventivos;
lleno de cortocircuitos, de cortapisas.
Amor con una gran M,
con una M mayúscula,
chorreado de merengue,
cubierto de flores blancas...
Amor espermatozoico, esperantista.
Amor desinfectado, amor untuoso...
Amor con sus accesorios, con sus repuestos;
con sus faltas de puntualidad, de ortografía;
con sus interrupciones cardíacas y telefónicas.
Amor que incendia el corazón de los orangutanes,
de los bomberos.
Amor que exalta el canto de las ranas bajo las ramas,
que arranca los botones de los botines,
que se alimenta de encelo y de ensalada.
Amor impostergable y amor impuesto.
Amor incandescente y amor incauto.
Amor indeformable. Amor desnudo.
Amor-amor que es, simplemente, amor.
Amor y amor... ¡y nada más que amor!



Aída Cartagena Portalatín


Víspera del Sueño

Tierra se hará silencio,
risa no harán los hombre para que me hagan eterna,
llanto no harán las piedras para que me hagan arena.
Mi sangre se ha herido y se parece al fuego,
abísmate en olvido, sueño alma tu sueño,
la luz es solo sombra,
es víspera del sueño.

Nieve se irá al cielo y vestirá la luna,
se talarán los bosques para que la desnuden.
sabrá a dulzura la raíz de la hierba.
Amor:
los ojos de la luz quemarán sus pestañas;
te soñaré a mi lado,
en víspera del sueño.

Mundos de pies cansados,
descansarán. La sed de los recuerdos
tendrá lluvia de olvido.
Mi lecho se hará muelle sobre los cardos agrios;
soñaré con espigas,
es víspera del sueño.

Bocas querrán hablar
y no tendrán palabras.
Las piedras tendrán lenguas,
la arruga de la arena será tapiz de algas;
los mares serán mármoles;
soñaré en sus costales,
en vísperas del sueño.

El Tiempo
desde el cuerpo del Sol
con temblor de ceniza
ha reído a los hombres.
Cielos, mares, tierras.
Nacer, vivir y morir.
Los astros tienen sueño,
soñaré con los astros:
es víspera del sueño.


Tarde en el Parque

El parque, quejido de ramas vacías,
relámpago claro con guiones de sombra,
en la hiedra tiembla la gota su vuelta
al firmamento.
la risa de los niños en sueño.
El llanto de los niños está a flor de ojos.

Los pinos se han cansado de ser siempre altos!
El parque, refugio de recuerdos!

El viento
concierta encuentros...
Los que pasan olvidan que vuelven.
Exilio de la luz.
Sueño de la arboleda


Sangre sin Nombre

Remolinos de pasiones pretéritas
en espíritus angustiados de futuro.
El mundo es la sangre.
El hijo ha glosado tu poema en su hijo.

Sangre verde en los árboles;
sangre sin sentido perdida en la roca
donde es polvo Adán.
El firmamento ha hecho un crepúsculo
para enterrar tu sueño.
El hombre un nido sin luz
para vaciarte al fondo.
El Cenáculo de los creyentes cerró
sus puertas.
El tiempo te ha hecho hojas para darte nombre.



Federico García Lorca


Vuelta de paseo

Asesinado por el cielo,
entre las formas que van hacia la sierpe
y las formas que buscan el cristal,
dejaré crecer mis cabellos.

Con el árbol de muñones que no canta
y el niño con el blanco rostro de huevo.

Con los animalitos de cabeza rota
y el agua harapienta de los pies secos.

Con todo lo que tiene cansancio sordomudo
y mariposa ahogada en el tintero.

Tropezando con mi rostro distinto de cada día.
¡Asesinado por el cielo!


1910
(Intermedio)

Aquellos ojos míos de mil novecientos diez
no vieron enterrar a los muertos,
ni la feria de ceniza del que llora por la madrugada,
ni el corazón que tiembla arrinconado como un caballito de mar.

Aquellos ojos míos de mil novecientos diez
vieron la blanca pared donde orinaban las niñas,
el hocico del toro, la seta venenosa
y una luna incomprensible que iluminaba por los rincones
los pedazos de limón seco bajo el negro duro de las botellas.

Aquellos ojos míos en el cuello de la jaca,
en el seno traspasado de Santa Rosa dormida,
en los tejados del amor, con gemidos y frescas manos,
en un jardín donde los gatos se comían a las ranas.

Desván donde el polvo viejo congrega estatuas y musgos,
cajas que guardan silencio de cangrejos devorados
en el sitio donde el sueño tropezaba con su realidad.
Allí mis pequeños ojos.

No preguntarme nada. He visto que las cosas
cuando buscan su curso encuentran su vacío.
Hay un dolor de huecos por el aire sin gente
y en mis ojos criaturas vestidas ¡sin desnudo!


Tu infancia en Mentón

Si, tu niñez ya fábula de fuentes.
Jorge Guillén

Sí, tu niñez ya fábula de fuentes.
El tren y la mujer que llena el cielo.
Tu soledad esquiva en los hoteles
y tu máscara pura de otro signo.
Es la niñez del mar y tu silencio
donde los sabios vidrios se quebraban.
Es tu yerta ignorancia donde estuvo
mi torso limitado por el fuego.
Norma de amor te di, hombre de Apolo,
llanto con ruiseñor enajenado,
pero, pasto de ruina, te afilabas
para los breves sueños indecisos.
Pensamiento de enfrente, luz de ayer,
índices y señales del acaso.
Tu cintura de arena sin sosiego
atiende sólo rastros que no escalan.
Pero yo he de buscar por los rincones
tu alma tibia sin ti que no te entiende,
con el dolor de Apolo detenido
con que he roto la máscara que llevas.
Allí, león, allí furia del cielo,
te dejaré pacer en mis mejillas;
allí, caballo azul de mi locura,
pulso de nebulosa y minutero,
he de buscar las piedras de alacranes
y los vestidos de tu madre niña,
llanto de media noche y paño roto
que quitó luna de la sien del muerto.
Si, tu niñez ya fábula de fuentes.
Alma extraña de mi hueco de venas,
te he de buscar pequeña y sin raíces.
¡Amor de siempre, amor, amor de nunca!
¡Oh, sí! Yo quiero. ¡Amor, amor! Dejadme.
No me tapen la boca los que buscan
espigas de Saturno por la nieve
o castran animales por un cielo,
clínica y selva de la anatomía.
Amor, amor, amor. Niñez del mar.
Tu alma tibia sin ti que no te entiende.
Amor, amor, un vuelo de la corza
por el pecho sin fin de la blancura.
Y tu niñez, amor, y tu niñez.
El tren y la mujer que llena el cielo.
Ni tú, ni yo, ni el aire, ni las hojas.
Sí, tu niñez ya fábula de fuentes.


Paisaje de la multitud que vomita
Anochecer en Coney Island

La mujer gorda venía delante
arrancando las raíces y mojando el pergamino de los tambores;
la mujer gorda
que vuelve del revés los pulpos agonizantes.
La mujer gorda, enemiga de la luna,
corría por las calles y los pisos deshabitados
y dejaba por los rincones pequeñas calaveras de paloma
y levantaba las furias de los banquetes de los siglos últimos
y llamaba al demonio del pan por las colinas del cielo barrido
y filtraba un ansia de luz en las circulaciones subterráneas.
Son los cementerios, lo sé, son los cementerios
y el dolor de las cocinas enterradas bajo la arena,
son los muertos, los faisanes y las manzanas de otra hora
los que nos empujan en la garganta.

Llegaban los rumores de la selva del vómito
con las mujeres vacías, con niños de cera caliente,
con árboles fermentados y camareros incansables
que sirven platos de sal bajo las arpas de la saliva.
Sin remedio, hijo mío, ¡vomita! No hay remedio.
No es el vómito de los húsares sobre los pechos de la prostituta,
ni el vómito del gato que se tragó una rana por descuido.
Son los muertos que arañan con sus manos de tierra
las puertas de pedernal donde se pudren nublos y postres.

La mujer gorda venía delante
con las gentes de los barcos, de las tabernas y de los jardines.
El vómito agitaba delicadamente sus tambores
entre algunas niñas de sangre
que pedían protección a la luna.
¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Ay de mi!
Esta mirada mía fue mía, pero ya no es mía,
esta mirada que tiembla desnuda por el alcohol
y despide barcos increíbles
por las anémonas de los muelles.
Me defiendo con esta mirada
que mana de las ondas por donde el alba no se atreve,
yo, poeta sin brazos, perdido
entre la multitud que vomita,
sin caballo efusivo que corte
los espesos musgos de mis sienes.
Pero la mujer gorda seguía delante
y la gente buscaba las farmacias
donde el amargo trópico se fija.
Sólo cuando izaron la bandera y llegaron los primeros canes
la ciudad entera se agolpó en las barandillas del embarcadero.

New York, 29 de diciembre de 1929


Ciudad sin sueño
Nocturno de Brooklyn Bridge

No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Las criaturas de la luna huelen y rondan sus cabañas.
Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan
y el que huye con el corazón roto encontrará por las esquinas
al increíble cocodrilo quieto bajo la tierna protesta de los astros.

No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Hay un muerto en el cementerio más lejano
que se queja tres años
porque tiene un paisaje seco en la rodilla;
y el niño que enterraron esta mañana lloraba tanto
que hubo necesidad de llamar a los perros para que callase.

No es sueño la vida. ¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!
Nos caemos por las escaleras para comer la tierra húmeda
o subimos al filo de la nieve con el coro de las dalias muertas.
Pero no hay olvido, ni sueño:
carne viva. Los besos atan las bocas
en una maraña de venas recientes
y al que le duele su dolor le dolerá sin descanso
y al que teme la muerte la llevará sobre sus hombros.

Un día
los caballos vivirán en las tabernas
y las hormigas furiosas
atacarán los cielos amarillos que se refugian en los ojos de las vacas.

Otro día
veremos la resurrección de las mariposas disecadas
y aún andando por un paisaje de esponjas grises y barcos mudos
veremos brillar nuestro anillo y manar rosas de nuestra lengua.
¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!
A los que guardan todavía huellas de zarpa y aguacero,
a aquel muchacho que llora porque no sabe la invención del puente
o a aquel muerto que ya no tiene más que la cabeza y un zapato,
hay que llevarlos al muro donde iguanas y sierpes esperan,
donde espera la dentadura del oso,
donde espera la mano momificada del niño
y la piel del camello se eriza con un violento escalofrío azul.

No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Pero si alguien cierra los ojos,
¡azotadlo, hijos míos, azotadlo!
Haya un panorama de ojos abiertos
y amargas llagas encendidas.
No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.
Ya lo he dicho.
No duerme nadie.
Pero si alguien tiene por la noche exceso de musgo en las sienes,
abrid los escotillones para que vea bajo la luna
las copas falsas, el veneno y la calavera de los teatros.


El niño Stanton

Do you like me?
Yes, and you?
Yes, yes.

Cuando me quedo solo
me quedan todavía tus diez años,
los tres caballos ciegos,
tus quince rostros con el rostro de la pedrada
y las fiebres pequeñas heladas sobre las hojas del maíz.
Stanton, hijo mío, Stanton.
A las doce de la noche el cáncer salía por los pasillos
y hablaba con los caracoles vacíos de los documentos,
el vivísimo cáncer lleno de nubes y termómetros
con su casto afán de manzana para que lo piquen los ruiseñores.
En la casa donde hay un cáncer
se quiebran las blancas paredes en el delirio de la astronomía
y por los establos más pequeños y en las cruces de los bosques
brilla por muchos años el fulgor de la quemadura.
Mi dolor sangraba por las tardes
cuando tus ojos eran dos muros,
cuando tus manos eran dos países
y mi cuerpo rumor de hierba.
Mi agonía buscaba su traje,
polvorienta, mordida por los perros,
y tú la acompañaste sin temblar
hasta la puerta del agua oscura.
¡Oh mi Stanton, idiota y bello entre los pequeños animalitos,
con tu madre fracturada por los herreros de las aldeas,
con un hermano bajo los arcos,
otro comido por los hormigueros,
y el cáncer sin alambradas latiendo por las habitaciones!
Hay nodrizas que dan a los niños
ríos de musgo y amargura de pie
y algunas negras suben a los pisos para repartir filtro de rata.
Porque es verdad que la gente
quiere echar las palomas a las alcantarillas
y yo sé lo que esperan los que por la calle
nos oprimen de pronto las yemas de los dedos.

Tu ignorancia es un monte de leones. Stanton.
El día que el cáncer te dio una paliza
y te escupió en el dormitorio donde murieron los huéspedes en la epidemia
y abrió su quebrada rosa de vidrios secos y manos blandas
para salpicar de lodo las pupilas de los que navegan,
tú buscaste en la hierba mi agonía,
mi agonía con flores de terror,
mientras que el agrio cáncer mudo que quiere acostarse contigo
pulverizaba rojos paisajes por las sábanas de amargura,
y ponía sobre los ataúdes
helados arbolitos de ácido bórico.
Stanton, vete al bosque con tus arpas judías,
vete para aprender celestiales palabras
que duermen en los troncos, en nubes, en tortugas,
en los perros dormidos, en el plomo, en el viento,
en lirios que no duermen, en aguas que no copian,
para que aprendas, hijo, lo que tu pueblo olvida.

Cuando empiece el tumulto de la guerra
dejaré un pedazo de queso para tu perro en la oficina.
Tus diez años serán las hojas
que vuelan en los trajes de los muertos,
diez rosas de azufre débil
en el hombro de mi madrugada.
Y yo, Stanton, yo solo, en olvido,
con tus caras marchitas sobre mi boca,
iré penetrando a voces las verdes estatuas de la Malaria.


Oficina y denuncia

A Fernando Vela

Debajo de las multiplicaciones
hay una gota de sangre de pato.
Debajo de las divisiones
hay una gota de sangre de marinero.
Debajo de las sumas, un río de sangre tierna.
Un río que viene cantando
por los dormitorios de los arrabales,
y es plata, cemento o brisa
en el alba mentida de New York.
Existen las montañas, lo sé.
Y los anteojos para la sabiduría,
Lo sé. Pero yo no he venido a ver el cielo.
Yo he venido para ver la turbia sangre,
la sangre que lleva las máquinas a las cataratas
y el espíritu a la lengua de la cobra.
Todos los días se matan en New York
cuatro millones de patos,
cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,
un millón de vacas,
un millón de corderos
y dos millones de gallos
que dejan los cielos hechos añicos.
Más vale sollozar afilando la navaja
o asesinar a los perros
en las alucinantes cacerías
que resistir en la madrugada
los interminables trenes de leche,
los interminables trenes de sangre,
y los trenes de rosas maniatadas
por los comerciantes de perfumes.
Los patos y las palomas
y los cerdos y los corderos
ponen sus gotas de sangre
debajo de las multiplicaciones;
y los terribles alaridos de las vacas estrujadas
llenan de dolor el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite.
Yo denuncio a toda la gente
que ignora la otra mitad,
la mitad irredimible
que levanta sus montes de cemento
donde laten los corazones
de los animalitos que se olvidan
y donde caeremos todos
en la última fiesta de los taladros.
Os escupo en la cara.
La otra mitad me escucha
devorando, orinando, volando en su pureza
como los niños en las porterías
que llevan frágiles palitos
a los huecos donde se oxidan
las antenas de los insectos.
No es el infierno, es la calle.
No es la muerte, es la tienda de frutas.
Hay un mundo de ríos quebrados
y distancias inasibles
en la patita de ese gato
quebrada por el automóvil,
y yo oigo el canto de la lombriz
en el corazón de muchas niñas.
Óxido, fermento, tierra estremecida.
Tierra tú mismo que nadas
por los números de la oficina.
¿Qué voy a hacer?, ¿ordenar los paisajes?
¿Ordenar los amores que luego son fotografías,
que luego son pedazos de madera
y bocanadas de sangre?
San Ignacio de Loyola
asesinó un pequeño conejo
y todavía sus labios gimen
por las torres de las iglesias.
No, no, no, no; yo denuncio.
Yo denuncio la conjura
de estas desiertas oficinas
que no radian las agonías,
que borran los programas de la selva,
y me ofrezco a ser comido
por las vacas estrujadas
cuando sus gritos llenan el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite.


Oda a Walt Whitman

Por el East River y el Bronx
los muchachos cantaban enseñando sus cinturas,
con la rueda, el aceite, el cuero y el martillo.
Noventa mil mineros sacaban la plata de las rocas
y los niños dibujaban escaleras y perspectivas.

Pero ninguno se dormía,
ninguno quería ser el río,
ninguno amaba las hojas grandes,
ninguno la lengua azul de la playa.

Por el East River y el Queensborough
los muchachos luchaban con la industria,
y los judíos vendían al fauno del río
la rosa de la circuncisión
y el cielo desembocaba por los puentes y los tejados
manadas de bisontes empujadas por el viento.

Pero ninguno se detenía,
ninguno quería ser nube,
ninguno buscaba los helechos
ni la rueda amarilla del tamboril.

Cuando la luna salga
las poleas rodarán para tumbar el cielo;
un límite de agujas cercará la memoria
y los ataúdes se llevarán a los que no trabajan.

Nueva York de cieno,
Nueva York de alambres y de muerte.
¿Qué ángel llevas oculto en la mejilla?
¿Qué voz perfecta dirá las verdades del trigo?
¿Quién el sueño terrible de sus anémonas manchadas?

Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman,
he dejado de ver tu barba llena de mariposas,
ni tus hombros de pana gastados por la luna,
ni tus muslos de Apolo virginal,
ni tu voz como una columna de ceniza;
anciano hermoso como la niebla
que gemías igual que un pájaro
con el sexo atravesado por una aguja,
enemigo del sátiro,
enemigo de la vid
y amante de los cuerpos bajo la burda tela.
Ni un solo momento, hermosura viril
que en montes de carbón, anuncios y ferrocarriles,
soñabas ser un río y dormir como un río
con aquel camarada que pondría en tu pecho
un pequeño dolor de ignorante leopardo.

Ni un sólo momento, Adán de sangre, macho,
hombre solo en el mar, viejo hermoso Walt Whitman,
porque por las azoteas,
agrupados en los bares,
saliendo en racimos de las alcantarillas,
temblando entre las piernas de los chauffeurs
o girando en las plataformas del ajenjo,
los maricas, Walt Whitman, te soñaban.

¡También ese! ¡También! Y se despeñan
sobre tu barba luminosa y casta,
rubios del norte, negros de la arena,
muchedumbres de gritos y ademanes,
como gatos y como las serpientes,
los maricas, Walt Whitman, los maricas
turbios de lágrimas, carne para fusta,
bota o mordisco de los domadores.

¡También ése! ¡También! Dedos teñidos
apuntan a la orilla de tu sueño
cuando el amigo come tu manzana
con un leve sabor de gasolina
y el sol canta por los ombligos
de los muchachos que juegan bajo los puentes.

Pero tú no buscabas los ojos arañados,
ni el pantano oscurísimo donde sumergen a los niños,
ni la saliva helada,
ni las curvas heridas como panza de sapo
que llevan los maricas en coches y terrazas
mientras la luna los azota por las esquinas del terror.

Tú buscabas un desnudo que fuera como un río,
toro y sueño que junte la rueda con el alga,
padre de tu agonía, camelia de tu muerte,
y gimiera en las llamas de tu ecuador oculto.

Porque es justo que el hombre no busque su deleite
en la selva de sangre de la mañana próxima.
El cielo tiene playas donde evitar la vida
y hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora.

Agonía, agonía, sueño, fermento y sueño.
Éste es el mundo, amigo, agonía, agonía.
Los muertos se descomponen bajo el reloj de las ciudades,
la guerra pasa llorando con un millón de ratas grises,
los ricos dan a sus queridas
pequeños moribundos iluminados,
y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada.

Puede el hombre, si quiere, conducir su deseo
por vena de coral o celeste desnudo.
Mañana los amores serán rocas y el Tiempo
una brisa que viene dormida por las ramas.

Por eso no levanto mi voz, viejo Walt Whítman,
contra el niño que escribe
nombre de niña en su almohada,
ni contra el muchacho que se viste de novia
en la oscuridad del ropero,
ni contra los solitarios de los casinos
que beben con asco el agua de la prostitución,
ni contra los hombres de mirada verde
que aman al hombre y queman sus labios en silencio.
Pero sí contra vosotros, maricas de las ciudades,
de carne tumefacta y pensamiento inmundo,
madres de lodo, arpías, enemigos sin sueño
del Amor que reparte coronas de alegría.

Contra vosotros siempre, que dais a los muchachos
gotas de sucia muerte con amargo veneno.
Contra vosotros siempre,
Faeries de Norteamérica,
Pájaros de la Habana,
Jotos de Méjico,
Sarasas de Cádiz,
Ápios de Sevilla,
Cancos de Madrid,
Floras de Alicante,
Adelaidas de Portugal.

¡Maricas de todo el mundo, asesinos de palomas!
Esclavos de la mujer, perras de sus tocadores,
abiertos en las plazas con fiebre de abanico
o emboscadas en yertos paisajes de cicuta.

¡No haya cuartel! La muerte
mana de vuestros ojos
y agrupa flores grises en la orilla del cieno.
¡No haya cuartel! ¡Alerta!
Que los confundidos, los puros,
los clásicos, los señalados, los suplicantes
os cierren las puertas de la bacanal.

Y tú, bello Walt Whitman, duerme a orillas del Hudson
con la barba hacia el polo y las manos abiertas.
Arcilla blanda o nieve, tu lengua está llamando
camaradas que velen tu gacela sin cuerpo.
Duerme, no queda nada.
Una danza de muros agita las praderas
y América se anega de máquinas y llanto.
Quiero que el aire fuerte de la noche más honda
quite flores y letras del arco donde duermes
y un niño negro anuncie a los blancos del oro
la llegada del reino de la espiga.


Pequeño poema infinito

Para Luis Cardoza y Aragón

Equivocar el camino
es llegar a la nieve
y llegar a la nieve
es pacer durante veinte siglos las hierbas de los cementerios.

Equivocar el camino
es llegar a la mujer,
la mujer que no teme la luz,
la mujer que mata dos gallos en un segundo,
y luz que no teme a los gallos
y los gallos que no saben cantar sobre la nieve.

Pero si la nieve se equivoca de corazón
puede llegar el viento Austro
y como el aire no hace caso de los gemidos
tendremos que pacer otra vez las hierbas de los cementerios.

Yo vi dos dolorosas espigas de cera
que enterraban un paisaje de volcanes
y vi dos niños locos que empujaban llorando las pupilas de un asesino.

Pero el dos no ha sido nunca un número
porque es una angustia y su sombra,
porque es la guitarra donde el amor se desespera,
porque es la demostración de otro infinito que no es suyo
y es las murallas del muerto
y el castigo de la nueva resurrección sin finales.
Los muertos odian el número dos,
pero el número dos adormece a las mujeres
y como la mujer teme la luz
la luz tiembla delante de los gallos
y los gallos sólo saben volar sobre la nieve
tendremos que pacer sin descanso las hierbas de los cementerios

10 de enero de 1930. Nueva York