jueves, 27 de mayo de 2010

Poetas de las miserias (entrega #7)


Antes y después de la partida

1

Estoy en la oficina. Por necesidad vine a la mesa de siempre para vernos reír de amor. La gente aquí anda desentendida, como sin verme. No doy ni la más mínima presencia. Estoy ausente. Estoy cubierto por la invisibilidad de los fenómenos visuales. El mozo ha preguntado por ti, dice que cuando vendrás a sentarte a tomar café, hace mucho que no vienes. No respondo. Es mejor callar aunque a uno le sobra de golpe decir a un desconocido lo perturbable, sí, decirle a gritos que embriagarse no justifica la ausencia. Muero a veces por contarle a alguien de nosotros, pero no me atrevo, sé que si te enteras de las cosas se pondrán peor y por eso callo. Callar duele, duele indeciblemente. Las pilseners burbujean la imagen de cómo agarras la jarra y te la llevas a la boca, hago lo mismo. Varío cuando el tipo viene y cuenta traer una jarra para ti. Grito que no espero a nadie. Tú estás muy distante, a escasos kilómetros convirtiéndose en distancias de constelaciones, le digo pero no entiende absolutamente la metáfora. Sonríe y también sonrió para seguirle. Entramos en una especie de casino sin luces, allá, al fondo, entreveo una máquina tragamonedas y nos confabulamos. Meto el cambio de las doce y como los electrodos, las bujías y a cada jugada sale tu rostro de árabe, decidida a consumar cualquier desgracia. Pero quizá el sueño anda por la espuma de la jarra derramándose. Salgo de la oficina y el sol de la tarde es el de la una, casi me deja ciego. Camino las calles nuestras aunque nos imaginemos que mañana ya no lo serán pero son nuestras calles a pesar del desconcierto del futuro, eso es lo de menos. Alguien llama, es a mí, el mozo ha corrido para darme alcance, no pagué la cuenta por nosotros.


2

Si incomodo es por grotesco y apático. Sabes, he estado durmiendo bien, no tengo insomnios desde que te vi el viernes, pero a base de barbitúricos. Hay algo extraño o un tono de preocupación, sueño lo terrible y lo arrítmico y esto lo transformo en nubes verdes. Acaso tú no has sentido que algo te engulle sin vomitarte. A mí por ejemplo me pasa todo el tiempo, y con reiteración, cada vez que voy a los cafés a despejarme del tumulto de las luces. Cuando subo a un transporte a veces me coge con imitar a un mono o a un lagarto tomando el sol en invierno. Esto me fascina, las gente murmuran que la locura me ha entrado, claro, el temor es espeluznante, creen que soy un mendigo sin la menor importancia. No, estos actos se los debo a la magnifica sugestión de mi corazón enfermo, de mi patética formación de poeta. Ayer vi de lejos el cementerio, sufrí inimaginablemente, y no es que le tenga temor a la muerte, no (negar duele como un golpe bajo), sino que pude vislumbrarte metida en un féretro azul, riendo por mis costumbres de ingenio malsano.


3

Cuánto extraño a Azul en su desdoblamiento de perra y gato. Ella corría de un lado para otro y sus juegos me alentaban a continuar las disertaciones del amor. Y esas disertaciones ahora preguntan el por qué de los maleables juramentos y transparencias convenidas en la rabia. Debimos convencer a los fantasmas en las corridas de este animal de sueño para no perder ni un momento. Tengo la horrible experiencia de los destinados a acabarse en un santiamén, por los proyectos y las formas, por la publicidad en las revistas electrónicas e impresa en papel periódico. Esto queda sostenido en el examen de los duendes y sus sangres. La verdad es que ningún libro puede calmar mi desasosiego ahora que la vida distorsiona la aspiración de seguir el viaje. Es la peregrinación de vida. Ya la muerte aburre y me despojé de ella. No pretendo matarme, maldigo esos ratos que pensé asesinar mi vida por miserias, por lo poco que he aprendido en esta sombría distancia de luces enfermas. En indiscutibles ocasiones veo a la perra ladrar por otros canes cuando en las calles van con sus acompañantes, alegres, y creo ser ese señor o la señora paseando a su Azul nuestra. Pero ya no importa, es otra vaina la que me sumerge por las cloacas de esta ciudad indefinida. Una a una las imágenes de los desconciertos van minándome los sesos. He entendido que no se puede viajar con el sueño de otra persona, que realmente debo seguir la travesía con mis propias fabulaciones y utopías.


4

Los versos de las obras adjuntas van dirigidos a nadie. A nadie porque nadie esta conmigo al formular cada preposición en nombre del océano que separa el duelo. La bandera yace a media asta, el torbellino ondea por el ADN de los monstruos dirigidos a los mendigos embriagados por el río o los monumentos, los soportes de un Pont des Arts o una Calle San Luis privada de la presencia nuestra conmemoran el natalicio de las creaciones injustas. El malestar dicta escribir debajo del agua, por arriba del agua y sus locomociones de canales infectos de mierda y seres injustamente sacrificados en nombre de la libertad y los derechos. Qué va, no hay cornisas que me amparen durante las lluvias ni en invierno, salvo el verano que muere en latitudes adversas a las vidrieras. Tiento el digital fonema de contornos lamiendo con su lengua de cocodrilo dandi el flujo innecesario de la voz colada. Qué pobre somos de pensamiento. Viste el estruendo de las felicitaciones, parecían juegos de infantes mordisqueando sus golosinas. Si extraño no es por nostalgia, sino por costumbre. Aquí la nostalgia se cobra con creces, nada más hay que ver a la gente en las plazas y los bulevares, andan perdidas, ajenas a todo. Vi hace un rato a una argelina o nigeriana experimentando ser una paloma, lo describo porque estaba arrullada en un banco, y lagrimaba. Y no sólo esta mujer siente nostalgia por su tierra, hay muchos que cuando les llega la extrañeza le parte el alma. A mí, no lo creo, puedo hacer una descripción de mis posesiones. Creo sentarme junto a esta mujer y llorar por horas, ver como la costumbre de allá se aleja convirtiendo mis rutinas idénticas a las palomas, es decir, me coge con fumar cigarrillos uno tras otro sin el menor cuidado. Creo repetirme entonces junto a las evocaciones de lugar, mirando las barcas atracando en los muelles inventados por la civilización. Nada resta, sólo tenemos las manos para esculpir las aspas de los fuelles o la respiración de un monolito enterrado en la desembocadura del río.


5

Conocí a Marguerite en un restaurante o tal vez en un bar, no sé, no recuerdo con exactitud, pero el nombre indicaba ser un comedero; y eso, había pensado asistir a un recitar de poesía. Cuando revisé mis bolsillos noté que había perdido la dirección del lugar y como estaba vestido para ir a algún lado, me dije que no perdía nada subir a un autobús y encontrar un espacio donde pasarla bien. Llegué a ese restaurante especie de bar. El lugar se encontraba abarrotado, era muy estrecho para albergar a tantas personas. Había como una especie de banda local interpretando canciones de rock. Marguerite estaba saltando junto a un grupo de jóvenes durante algunas de las canciones. Después de beber algunas cervezas me acerqué a ella porque, como siempre, —con sinceridad no entiendo— veo las luces de los otros, o intuyo esa energía vital que me atosiga el alma y prende en mí la parvedad de conocer los misterios de esa persona. Así que, sin perder la confianza, le hablé a gritos. Todo resultaba ser en lentos movimientos, aunque la sucesión del tiempo y el espacio continuaban su curso agitado, volteó su rostro áfrica, pero no puso el mayor asombro por mi atrevimiento. Seguía brincando, el sudor le chorreaba por su cuello de gacela, le grité de nuevo, no escuchó y agarré uno de sus hombros para sacarla del éxtasis. Dejó de saltar por un rato y dijo con acento extraño que qué diablos me pasaba. Dije querer conocerla y que en otra vida anterior a estas nosotros éramos lo que éramos: la unidad, un solo ser. Pero no quiso atender a mi llamado. Esperé la clausura del concierto en un rincón del recinto sin perderla de vista. Salí a empellones y la vi alejarse con sus amigos. Voceaba con respeto al grupo. Los vi charlar y esa lectura me dio a entender que era sobre mí. Cuando llegué uno de los hombres salió a mi encuentro, dije que sólo quería conocer a Marguerite y el tipo se echó a reír. Esto me irritó un poco, pero ahí quedó todo. Sonreía en brevedad y esto me calma todavía. Solo su risa calma mis rabias.

Sus acompañantes aceptaron mi presencia. Permanecí buen rato hablándole de mi extraña procedencia, de mis visiones, de lo que veía en ella. Me dijo que hacía tiempo que deseaba conocer a un tipo como yo. No le creí en el acto. Solo le facilité datos mínimos sobre mi vida. No cometería el mismo desliz de mi juventud a medias. Porque cuando conocía a una mujer le contaba los detalles más íntimos de mi desgraciada vida. Me fui con ellos a un café donde había un señor valetudinario comentando cosas anómalas, disparates que luego pude implementar en mí para arrancarme de mi tumefacto corazón a Gina., bueno, a ti misma. Has oído hablar de un tal Alejandro Jodorowsky, sí, el mismo que viste y calza, con su rostro de patriarca, con la energía exuberante saliéndosele por la vista, por las palabras. Cada mes iba con Marguerite y uno que otra de sus amigas a verlo y a oír sus disparates de viejo tótem, formulando historias que según él debíamos ejecutar como actos poéticos para liberarnos de lo que nos ataba, para liberarnos de nuestros miedos. Estas terapias de café, como ya dije, sirvieron para muchas cosas. No aguanté la curiosidad e hice cita con Jodorowsky en su casa para que me sanara el alma e implementara eso en mí, de lo que todos decían en el café, los actos de psicomagia. La duda de todo ello fue que tuve, así lo exigió, que contarle acerca de mi familia, de ti, de mis amigos, hacer una genealogía y ya ves el resultado.

jueves, 20 de mayo de 2010

Poetas de las miserias (entrega #6)


Post Data

1

A veces se nos olvida ser quienes somos por ínfimas locuras y a ellos se les metía, no en los sesos de las cabezas, sino en el trasiego de las resonancias. Esas resonancias venían a hacer los detalles extinguiéndoles ecos. No sabían qué hacer en adelante. Pero a lo lejos, y no importaba, cada uno por su lado merecían la tierna lucidez de estar bien ante las hecatombes ya experimentadas. No se sentarían a esperar de ningún modo que se establecieran como seres humanos dignos para sí, mientras continuaban enviándose a plena era del ciberespacio cartas y postales. Cuando decidían hablarse por medio de los ordenadores, así se lo comunicaban, un oleaje de frialdad los invadía y ya los sentimientos humanos se iban perdiendo simultáneos con la ridiculez de los movimientos en la pantalla. Sentían la distancia tan cerca y verse así con los colores de piel distintos acumulaban en ellos la indiferencia. No se lo decían. Pero en las oraciones que formulaban al escribirse en tiempo real se podía ver entre líneas.

Habían perdido la costumbre de escribir sus textos a lápiz. Gina en los tiempos de allá comenzó a elaborar sus obras en su computadora personal. Aparicio aun continuaba con sus manuscritos a tinta azul y negra, no quería despegarse de esa vieja costumbre, pero tuvo que aceptar la modernidad de los tiempos e iniciar sus proyectos directamente en la pantalla.

A Aparicio una vez le sobrevino preguntar por la perra de muchos años, la que le había dado cariño en los pies. Gina no perdió oportunidad de mostrársela por la webcam. La cara de la perra se notaba cansada, vieja, ojerosa, con su extraña relación de chihuahua. Azul lo veía, lo recordaba más joven, con su plena risa de melancolía cuando Gina se enojaba por las discusiones de conceptos relacionados con la postmodernidad. La perra trataba de lamerle el rostro, ella retiraba su cara con cierta maestría de mujer airosa. Del otro lado Aparicio sostenía un gato, y le dijo que también lo había bautizado con el nombre de Azul para recordarla. Puso cara de rabia, aunque no dijo nada se podía entrever que lo sentenciaba por adjudicarle el mismo nombre. Él puso de objeción que a la perra no le quedaba mucho de vida y que era necesidad continuar con el nombre para no perder la sintonía de los sueños. Azul miró a Azul y sin hablar se hablaron pese a la enemistad de por vida de estos animales. Azul gato se preguntaba siempre por qué ese nombre, no le venía en nada —por eso ponía caso omiso cuando Aparicio lo llamaba a comer— si él era gris con rayas oscuras. La otra se hacia la misma pregunta en los primeros días de su existencia y al pasar los días se acostumbró al nombre por llevar el pelaje negro.

El gato de Aparicio le fascinó ver la perra de Gina al otro lado de la pantalla. No se apeaba de las piernas de su amo, ni mucho menos la Azul can se alejaba de observar al gato. Un desafío de lejos tan cerca, como un contraste de amor por medio de la mampara. Estos animales a primera vista quedaron prendidos de amor. Azul con su patita lanzó un zarpazo contra la pantalla. Azul se echó hacia atrás y ladró fuerte. Gina se asustó y le reprochó. Lo mismo hizo Aparicio. Se echaron a reír por las impertinencias de los animales.


2

Azul soñó con Azul. Eran felices andando con sus respectivos compañeros, pero como esto es un sueño de Azul, la Azul también creyó soñar con un gato. La perra ladrará desde una jaula del patio demente y con espuma en el hocico —ladridos gatos, maúllos perras como santos y templos rotos. El gato se pondrá los zapatos, sí, aquel escurrido por vegetales y cerezas, no, éste aferrado a las ramas sosteniendo un grillo o un lagarto —y caminará por los bulevares e irá a un bar a reunirse con su amada.

Cierto día, la perra ya muda, devolvió una moneda al ladrar terrible y hermosa, metida en una máquina de flores —y dará saltos de alegría, no por el metal de las flores que deja un aroma a excremento, sino verá al gato felinar por mesas y bebidas, y será apetecido, envidiado, resumido a una palabra, a una fotografía o una pintura rupestre. La rabia se endurece en olas y oleadas: orinan en la misma calle, en la misma habitación de hotel, comen en el mismo plato y sueñan en el mismo sueño. ¡Ah!, cosas de gato y perra.


3

Se escapaba por el hueco de la ventana a vagar por las calles aledañas y a hurgar en las basuras de los zafacones, veía a la perra acercándosele por detrás, tomarlo con su mandíbula por el espinazo, lamerlo y jugar a las corridas nunca antes realizadas por una pradera de flores amarillas, con aves y ratones. Él la amaba y sus ojillos verdes reflejaban la luz de los vehículos sacándolo de sus pensamientos. Atributos de jazz y de los amores de su amo. Regresaba a altas horas al apartamento cuando la embriaguez de la suciedad lo colmaba, cuando sabía que Aparicio roncaba la nostalgia de regresar al lado de Gina para echarse a su lado a dormir. Pero Azul con sus campanillas al cuello y sus runruneos lo despertaba, entonces lo agarraba y se lo metía entre sus brazos. Esto se fue alejando al llegar una extraña en sus vidas. La mujer una que otras veces se quedaba en las frías noches de invierno y despojó a Azul del lugar que le pertenecía. Esto lo irritaba bastante y pensaría arañarle el rostro a su nueva amiga, sacarle los ojos color avellana, ver los hilillos de sangre escurriéndosele por la piel cobriza. Azul perra dormía en las imágenes de Gina cuando regresaba del trabajo en las noches, y con alegría corría de un lado para otro, saltándole encima. A la perra le dolía ver como ella se encerraba en la casa dejándola fuera. La casa permanecía impenetrable y Azul le daba golpecitos a la puerta con temor para que la dejara ingresar y verla comer los exquisitos manjares hechos por la madre. Recordaba los días buenos cuando Aparicio iba los domingos a visitarlas y ella aprovechaba la circunstancia para meterse en la cama de Gina y dormir la siesta. Siempre los molestaba al llegar las tardes porque ellos se trancaban en la sala dejando en el patio a los padres y Azul los veía en caricias y besos, perdidos, yéndose en un ambiente de olas, entregándose a la marea y a los vértigos, desparramándose con cierto gusto por lo prohibido. La perra pensaba en su edad de perro, ya era tiempo suficiente de andar con los machos por ahí, jugueteando y mostrando su sexo hinchado por estar en celos, dándoselo a lamer a los canes. Dentro de Azul algo se pronosticaba, un martirio insospechable, un miedo infundido quizás a través de las inyecciones del veterinario, no conocería un miembro de perro en su vida de perra porque cuando uno de aquellos sabuesos intentaba subírsele para penetrarla sentía un dolor inconmensurable y con el rabo entre las patas emitía un chillido humano, casi gemidos de una virgen. Pero no era tan sólo esta frustración que a Azul le atormentaba sino que culpaba a Gina al tener descendientes. Al verse privada de la presencia de Aparicio no lagrimeó, comprendió que la gente iba y venía y que algunos en ese trayecto se quedaban para tratar de encontrar el camino verdadero de la vida.


4

Aparicio entró a comer a las cuatro pe me a un restaurante con un ramillete de flores azules que sólo comen los Unicornios o los Centauros, y mientras leía a Rimbaud con su fatídico ritmo apocalíptico ingresó a una tienda a comprar marlboros y la vio africana, asiática y europea a la mujer fábula de sueños. Se sentó a una mesa, pidió el plato del día y un jarrón precavidamente lavado y perfumado. El mozo rió de ello; pero como Aparicio era un cliente famosísimo, tuvo que traerle lo requerido; y ella movió sus manos con lentitud, y de reojo quiso verle en la frente a Narciso o el vértigo de las sombras, pero el símbolo trajo a sus retinas la angelical orgía de los concurrentes en el restaurante porque Aparicio maniobró, confabuló en colocar las flores en ritual fantástico, una a una en el recipiente. Miró a todos lado buscando un rostro conocido. No halló alguno y soñó, y soñó con ella y la mujer preguntó si la luz cortándole el torso, el odio o el amor a la apatía, a la vida, o que esa luz por encima de los conceptos había sido colocada por las misteriosas manos de los muertos, o algún espíritu de brujería. Aparicio soñó con la bestia siendo él, con su amante de lejos, se soñó presidiario, tuberculoso, y en el proceso de la respiración faltándole, sin objeto en la vida, se soñó él mismo. Contestó a la mujer eso, y para conocer quién lo había vomitado ella tenía que mirar el espejo y pensar, sentir que era esa luz o el bicho raro de Aparicio porque a medida que los versos malignos encontraban en él la residencia de la sangre, o a las putas baratas de la periferia de la ciudad, mantenía apretado en sus mandíbulas un trozo del guiso. Procuró levantarse e ir al baño masticando, y Aparicio pensó en ella, en sus preguntas raras, tan anormales que casi se ahoga si no fuera por un sorbo de vino tinto, agarró la servilleta de tela con figuras de animales, limpió su boca e inyectó su vista en las flores que había puesto en el florero. Aparicio nunca comía sino era con flores, estaba obsesionado con la poesía de Rimbaud, con su vida, con las deudas que el mismo poseía, la sodomía con Verlaine y esto le suministró con facilidad las lecturas que hacía del ambiente del restaurante, gente que reían con nerviosismo, idas y llegadas, gente que charlaban si la más mínima desconfianza de los mozos, se portaba igual a ellos, se estaba alienando a algo tan de miserias, no se lo podía creer. Puso la servilleta a un lado y cogió una de las flores llevándosela a la nariz, aspiró con fuerza, juzgaba oler el aroma de Gina, pero no, ese olor a luz lo invadió desde la noche que conoció a Marguerite, y eran incomparables, la fragancia corporal de ella lo transportaba a otros estadios relacionados con la espiritualidad mientras que el perfume somático de Gina lo llevaba a experimental con la tierra, de modo que Aparicio sucumbía en el polvo de su propia calamidad, cayendo una y miles de veces en el juego lúdico de los conceptos preestablecidos en las caídas cuando olisqueaba el perfume natural de Gina. Se quedó absorto por un momento al alejar de su nariz del tulipán, se le nublaba la vista, creyó llorar por esos pensamientos irrisorios y se imaginó la presencia del mozo que le preguntaba si deseaba ordenar algo más, dijo que café y así continuaría con sus disertaciones. Se vio en el restaurante o en una de las aceras de la San Luis. Disfrutaba con los amigos cafés y cervezas, parloteaban de publicaciones y publicidad, de los marginados escritores y los filmes de moda y de repente tenía la taza en los labios, saboreando el sabor de fuego negro de la cafeína, haciendo un espacio entre sus neuronas al gusto por las mujeres, del sabor a luz que advertía en sus glándulas gustativas. El sabor a luz de Marguerite le infundía enumeraciones aleatorias en levedad, nunca antes sobrellevaba algo tan incompresible en su conciencia, podía durar horas muertas lamiéndole el cuerpo y por lo general algo le apretaba la garganta sumergiéndolo en esa levedad contrapuesta del sabor a tierra de Gina que se le manifestaba en los dedos, porque sólo podía atraparla con ellos al tocar sus entrepiernas y se lo llevaba a la boca con sensualidad de gnomo. Cogió uno a uno los tulipanes y los puso encima del periódico, los envolvió formando un paquete cilíndrico. La presencia de Aparicio en el restaurante les agradaba a todos los comensales, habían algunos que esperaban su llegada para verlo hacer sus ritos, siempre con las mismas flores de tulipanes, daba a entender que las flores eran artificiales, o nada que ver, las compraba todos los días en la florería de la esquina, y si eran espurios mucho mejor, ahorraría dinero de la miseria de sueldo que ganaba. Se incorporó dejando el dinero de la cuenta y con pasos largos salió a la calle.

Aparicio miraba a la mujer desde un rincón del café fumando un cigarrillo, repetía esta misma acción para desvanecerse en el viento, tratando de hallar el rostro del poeta muerto de sobredosis en un lado del parquímetro de la plaza. Ella lo miró de soslayo, una rápida pesquisa de reconocimiento. Aparicio reconoció el símbolo del desterrado a sufrir el autoexilio de los versos, un ritmo uniforme en consonantes estranguladas por los ojos de esa mujer que preguntaba una y otra maldita vez por el amor. Ya no pensaba y ni siquiera deducía los pormenores arrítmicos de los versos traducidos al español, al inglés, al alemán o árabe. Era mejor —aún viéndola ahí parada con aire de pitonisa o mujer descubriendo su misterio— leerlo en su idioma original para no perder la sintonía del ritmo, su verdadera esencia. Qué va, la poesía, según reflexionaba, trascendía las lenguas, no importaba en qué idioma se escribiera, algo de ella se le metía en el ser y lo trasladaba al periodo de iniciación cuando la misma mujer susurraba en sus oídos la sensibilidad de los sentimientos, la que le sugería con tiernos ojos de avellana escabulléndose por los tejados de la vieja ciudad el sincerismo de la pasión y el sincretismo de la verdad. Aparicio terminó de fumar y se marchó pasando una de las manos por su pelo y prorrumpió en la calle cantando a Rimbaud como si nada, sin importar que la gente lo observara o no, porque desde tiempos remotos ellos se habituaron, era tradición, a las desfachateces de los desquiciados, de los que no tenían la suerte de ser en cierta forma lo que ellos necesitaban ser para realizarse como un artista serio y lleno de fama.


5

Frecuentaba los jardines a la hora exacta de la puesta del sol. Como no poseía otra cosa qué hacer a esa hora la monotonía la llevaba a la tienda, compraba una bolsa de maíz para lanzársela a las miles de palomas. Siempre llevaba gafas de sol, un paño rojo, verde y amarillo anudado a su pelo rasta. Tomaba su cámara y lanzaba fotos por dondequiera, con insistencia, al revoltijo de las aves. Sus planes de arte descansaban allí, entre el ocaso y estos animales. Se agachaba y desde esa posición el flash alborotaba a las necias palomas y luego que veía las fotografías se decía, sí, es el paraíso capturado por el lente de la kodak.

Cuando publicó unas docenas de fotos en una revista de arte y luego vinieron las críticas a favorecerla, pensó en dejar el trabajo de asistencia a los ancianos en el asilo para dedicarse exclusivamente al arte. Sonreía para sí y sus amigos la alentaban diciéndole que su maravilloso trabajo visual valía la pena contemplarlo, en esas fotos veían la transición de lo ontológico a un estado material, es decir, que sus amigos y los críticos de arte vislumbraban lo no visto {la espiritualidad de las cosas} convertido en algo que se podía apreciar con la vista {el acto del presente mismo frisado en un espacio reductible en una fotografía con fines artísticos} el reino de los cielos, al dios mismo, a la historia. Al rato de hacer algunas que otras toma se marchaba. Siempre el mismo trayecto: ir a la estación próxima a la plaza, agarrar el tren de las ocho, bajar del tren y caminar unas doce cuadras hasta llegar al refugio de su amante, hablar de arte, música y de los problemas del ser que suscitaban en las conversaciones, después hacían el amor muy lentamente. Tocó a la puerta del apartamento. Abrió con determinación, sin ver por el visor de la puerta, sonriendo o dando el mejor repertorio de su risa. La esperaba por minutos, antes debería cotejar en sus sesos la planificación que horas y horas se había pasado elaborando imaginariamente. No esperó ni el saludo acostumbrado. Se le echó en brazos suspirando y murmurándole a los oídos de la plenitud que encontró al agarrar algunas fotos en la plaza de siempre, porque las palomas mutaron en cuervos o aves rapaces. Luego que ella se acomodara en un sillón, Aparicio se abalanzó en busca de un oporto para brindar por el hallazgo tutelar de las mutaciones, algo que ellos creían con fe de infantes. Observaban que en cada detalle pretencioso, no visto por humanos, encontraban que eran cosas rotundas. Si veían un gato a ellos se les podía ocurrir que era un dragón chino enredado en un poster de publicidad, por eso Marguerite llamaba siempre Muralla a Azul, o más bien, si viajaban en tranvía todo mutaba en caballos y en guerras de las de Alejandro. Se dijeron que era la oportunidad adecuada de confirmar este hallazgo que los llevarían a regiones desconocidas aun por la ciencia y la filosofía. Luego de beber varias copas se metieron al baño a reírse de sus locuras, a verse los cuerpos desnudos, a conocerse al fin en pormenores, a fotografiar las partes que les interesaba. Hacían esto cada vez que Marguerite venía al apartamento a comentarle alguna sobriedad de flash y vuelos, de gentes anónimas gesticulazando cada movimiento, curiosidades de pandoras para destapar la ridiculez de la monotonía, como un ritual de siglos antepuestos a la razón y al enema. El rito marcaba el compás de los blues que pretendían promover por encima de sus altercados de voces mutantes, venida desde la sala de estar, el ritmo acompasado y dulce. Aparicio comprendía que la música lo dopaba en un todopoderoso y ella suspiraba en susurros ya metida en la bañera, alzando la kodak para que la espuma ni el agua la tocara.


6

Como los fetiches andaban configurándose en su memoria lacerada, estropeada por los embates, el domingo atravesaba cada glóbulo, cada neurona haciéndole cabecear de vez en cuando, casi dormía la pesadez o la apatía en sus anegados ojos de mares subterráneos confluyendo en su rostro como algo intangible. Aquel domingo se le moriría enredado en los pies, lianas o madreselvas, nombre hecho espinas en la profanación de sus mentiras y sus verdades. Lo vería así, nada menos sin importancia, intimando con su torso esos latidos prontuarios desdoblándose, agotándosele en los huesos, aún en un tono grave y singular, único. Una pena demiurga afloraba en sus articulaciones con Marguerite, palabras que dulcificaban los desencuentros de sus reminiscencias, las que contaba sin la menor precisión de un hombre forjado para comunicar las impresiones de la humanidad. Cuánto tiempo llevaría ese domingo en su tumba ya restablecido como descanso de primer día de semana como el último. Ya no merecía la importancia, en Aparicio el domingo era como un fracaso predeterminado por las circunstancias, un desengaño preestablecido por los mitómanos, ocurrencia de fenómenos en una noche de sexo y pudor. El sustantivo se le confundía en las disertaciones, Marguerite a veces lo miraba extrañada, preguntándose si le entraría de súbito algún día la locura, qué haría en ese instante de desajuste emocional, porque a veces hablaba de un domingo como día y en otras de otro Domingo centenario como si fuese una persona de carne y hueso que había muerto en su tierra. Pero le gustaba que comentara acerca del viejo en el periodo de su infancia, de las leyendas, de cómo se manifestaba la belleza por las mañanas de ese Domingo relativo a la ensoñación. Aparicio veía acercarse la sombra que iba agachándose, recogiendo las pequeñas esferas de colores, las que introducía en un frasco de vidrio transparente. Hacía un círculo para meter las burbujas compactas y a una distancia prudente Domingo dibujaría una raya y desde ahí lanzaría los espumarajos macizos. Todas las tardes ellos se establecían frente a la casa o en el patio de la abuela para jugar a las canicas, duraban horas muertas de gozos observando como se rompían en pedazos, colores saltando por dondequiera, ganadores con grandes risas de burla por la ruina del oponente. El Domingo llevaba toda las de perder pese a su adultez, pero la frustración no le duraba mucho, ya regresaba con otro recipiente repleto para recuperar la pérdida anterior, pero Aparicio se negaba a jugar, se reía con seriedad de infante, sólo era un juego y le devolvía las canicas al viejo para no verlo rabiar con los otros muchachos del barrio. En el trayecto se perdía con la sensación de ver la avanzada del automóvil, disfrutaba el domingo como algo impuesto por el orden del universo, encontrarlos a ellos sentados cómodamente en sus sillas, desarmar el lío de ropa sucia, pedir casi a ruego a Gina que le ayudara a introducir en el agua las piezas por tonalidades. La fruición lo armaba en pequeñas rutinas de persona que toleraba las inclemencias de las discusiones con Gina por inducción, y llegaban a él con los abrazos de Marguerite, frecuentaba las docenas de veces que iniciaban con el ser, con lo imperceptible hasta llegar al humano que daba la característica de un ente generador de la inquebrantable fe de creer por algo no visto y ni siquiera presentido por Aparicio. La negación del ente lo maniataba en una especie de espirar, lo llevaba a pensar en la posibilidad de algo, de una energía a millones de años luz que se revelaba con sólo tocar el rostro de Gina, pero esta clase de metafísica lo llevaría a reflexionar en su estado mortal, en los temores, creía que si se acababa su relación con Gina, todo, absolutamente todo acabaría. Aparicio estaba equivocado, nada se le hundiría debajo de los pies sino que volaría hasta encumbrarse a las regiones ignotas de sus presentimientos, enervándose así con el Domingo de su niñez. Quizás han transcurrido décadas de la muerte de Domingo; y recobraba su identidad con las postales que Gina le enviaba o con las adquiría en tiendas, las que encontraba tiradas en las calles, en los baldes de basuras, postales que las personas desechaban pero que a él lo colmaban de una experiencia distinta a esta vida de crueldades colgadas de las puertas de las oficinas y los centros comerciales, de las bibliotecas y las librerías, de los museos y las galerías de artes que frecuentaba los fines de semanas con Marguerite. Aparicio poseía varios álbumes con colecciones de paisajes exóticos, locales y una series de dibujos abstractos que lo invitaban a seguir con sus proyectos de artes mixtas en una sola obra, un collage que lograría instalar en su apartamento con la ayuda de ella. El domingo era día de discusiones acaloradas en torno a las artes. Marguerite lo escuchaba con detenimiento, con mucha atención, para luego refutar sus ideas; él murmuraba con calma de lagarto que le dolían las retinas de nadar por el viento, una hendidura del tiempo escurriéndose por la claridad del chiste. Pero que debería por verdad contrarrestar los malentendidos de los astronautas y los platonismos que existen en la profunda córnea de lo roto, un desconcierto de reír por la perdición, lo que apostaba con serias convicciones de artista, por ese humor colocado donde debía ir para despejar la mente de los contempladores, de los lectores y de los que nada les incumbe esta historia. Ella por su lado le hablaba de su experiencia con la fotografía, del acto mismo inerte en una imagen que desnudaba la miseria de nuestras realidades, de nuestras rastreras posiciones y movimientos al instante tirar la foto, ridiculez captada del tiempo donde la bella fealdad iniciaba a relucir en grotescas risas de mimos posados como palomas en un banco del parque los domingos. Él la miraba de reojo, sintiendo sus manos en sus pechos originarios de vida sin llegar a tocarla, podía desnudarla con sólo cerrar sus ojos, y ver el interior de su carne blanda, hurgar en la inmortal grieta en humedades y sabores de luces saladas, introducirse y ver sus óvulos no fértiles y ser la menstruación, vino derramado por sus entrepiernas y desaparecer en la oscuridad del excusado. Ella a hurtadillas, con la delicadeza de una loba en celo, relamida, con la frivolidad de la putas singonas de la Duarte con París o la desnudez imperturbable de una virgen de una tribu africana, imaginaba seducirle con ansias, destapándole la capa craneal y ver en sus sesos sus pensamientos, y confundirse con ellos en sus neuronas eléctricas para apoderarse de su voluntad y hacerle creer en los milagros, en ese domingo o de aquel que le contaba en las noches después amarse.


7

Cada paso lo llevaba a rendirse ante la posibilidad de advertir en el pelo rasta de Marguerite a Medusa. Esto lo hechizó no en piedra sino en persona de un niño sin saber el por qué le atraía esa sin razón, lo que después lo sumergiría en aguas nubladas. El día que la vio en el restaurante fue por equivocación, Aparicio estaba invitado a un recitar de poesía, iría porque en la invitación figuraba también un artista sicomago muy reconocido, pero como a veces a él las direcciones le aturden, se dijo que entraría al azar en cualquier establecimiento que se aglomeraban personas para evitarse el dolor de existencia en el alma.

lunes, 3 de mayo de 2010

Poetas de las miserias (5ta entrega)


5

No pretendería aclarar la inintención de hacer  las réplicas o controversias de algo tratado de diversos ángulos, o una mera repetición de las descripciones que todos sabemos; pero diré que la verdad es un eco repetitivo a través de las épocas y sobre todo por las personas que han sido tocadas por el extraño ángel como Aparicio.



Pasó noches enteras bajo el astro de plata cuando apenas era un adolescente travieso en busca de aves con su perro blanco y negro, de patas cinqueñas, a la casa tal vez de la misteriosa mujer que le contaba su abuela o de las ratas que se aventuraban hacer sus guaridas a la orilla de los caminos. Pero la conciencia de saber que habiéndola capturado moriría a pocas horas de dolor, anegada en su propio llanto y sin exhalar un quejido ni menos revelar indignación, no dejaría que se cumpla el propósito.

Su origen es tan incomprensible como un arrebato de enloquecimiento, y a ciencia cierta no se sabe de dónde proviene su nombre o su leyenda, incluso, en las cavernas contentivas de rupestres pinturas y grabados en piedras, salvo algunas figuras de pájaros con pies invertidos y de dudosa asociación con el mito, no existe nada en la tradición rupestre de los primeros asentamientos humanos que poblaron la isla de Santo Domingo que nos hable de esta mujer. Pero Aparicio lo cree, se lo murmura su abuela cuando sale a vagabundear por los matorrales.

Una lectura de la “Crónica de Indias” tampoco nos muestra el fantástico ser, aunque, estudiosos del tema han creído encontrar una relación con las “Opias” que describe Fray Pané en el texto acerca del “Origen y antigüedad de los aborígenes”.

Pero su perfil es lo que le da ese toque extraordinario y maravilloso; las costumbres pasadas oralmente pasaban de abuelas a los nietos, sin que el encadenamiento llegue a romperse, es lo que la ha mantenido viva hasta ahora, aunque la fábula no sobreviva a estos tiempos. Y lo triste de la relación de Aparicio adolescente con una mujer de esta naturaleza inició una tarde al venir del monte cargado de ciguas. Algo le silbaba con un insólito tono desde las breñas y por el modo se enteró que era de una muchacha. No hizo caso al silbido que lo embriagaba y fue con la noticia a la abuela que le contaría la historia.

Una tarde de crepúsculo fantasmagórico, ante la mirada indiferente de un sol vestido de un color ocre decidió esperar la noche. Antes de irse a dormir lograría acercarse a aquella muchacha de baja estatura, desnuda, y de una gran belleza resaltada en sus grandes y expresivos ojos que apenas veía entre la maraña de su pelo.

Se abrazaron con la fuerza de muchos pensamientos como en la rara relación de madre e hijo, de infinitos silencios, sin hablar, porque esa muchacha apenas murmuraba yu, yu, yu, yu…, y todo fue de una sola entrega (primera penetración sexo de Aparicio), hasta que, agotados los momentos, no podía desprendérsela, estaba aferrada a él como una sanguijuela. La muchacha no entendía la despedida o necesitaba sentirse preñada, tal vez como un imperativo de su raza casi extinta, de modo que Aparicio tuvo que asesinarla con un cuchillo que llevaba al cinto, y, ya en la oscuridad de la noche, y ante la presencia del nocturno astro y las estrellas, para podérsela desprender del cuerpo.

Ver a una de estas mujeres a los ojos es quedarse prendado de ella, porque al igual que las sirenas homéricas, estas cantaban con sus desnudeces límpidas y sin trastornos, del ofrecimiento de su amor sin lugar en esta tierra y la única distinción de los pies de revés que nos entorpece y en nada estorba a su propietaria cuando anda por los montes y los arroyos.

A lo mejor esto le paso a Angulo Guridi o a un amigo propio, y a muchos como a Aparicio, en diferentes regiones de esta geografía excelsa; es aquí donde sus celos acaban con la muerte, y son tan intolerantes y egoístas que la obra plástica de dos seres amándose y acariciándose, le arranca gritos de desolación, que sólo se apagará en la muerte porque los cánticos y silbidos son peligrosos y sin comparación alguna nos atrape y quizá nos lleve en el soñoliento camino hacia las oscuras cavernas en donde ella podría adentrarnos a un mundo oculto y robar la esperanza de poder ser encontrados nuevamente.

                                                                                                            Tomado de la Agencia EFE
                                                                                                   (Modificaciones de C. N. y M. A.)


6

Quizá decidió exiliarse por cuenta propia. Un autoexilio de vez en vez desdoblándose en reuniones de gentes humilladas por las zanganadas de unos cuantos. Alguien le dijo que en aquellas reuniones se planeaba en un santiamén convertir los pesares en océanos, en barcas llenas de personas con un destino incierto. Uno de sus amigos le ayudó a asistir. Eran alrededor de veinte, se les veía en los rostros el pesar, el peso de la corrosión, la hambruna milenaria de la peste y el retrato. Anotaba en sus sesos cada palabra de un viejo, que al parecer era el líder de la excursión. Imprimía cada movimiento del anciano con sus ojos casi adormilados por las voces, los cuchicheos y las risas. Para el viaje había que ponerse varias ropas encima de otras, no llevar nada, sólo agua y un dulce. Y como el tráfico económico había que pagarlo al llegar, Aparicio convenció a su familia para que lo enviaran en aquella travesía de canal oceánico. Pero dudaba cada verbo o sustantivo empleado por los compañeros de viaje y sobre todo del viejo. La mística estaba en la trayectoria y los peces monstruos que habían liquidado a cientos de excursionistas, que sin saber de aguas turbulentas se convertían de inmediato al subirse a las embarcaciones en parcos marineros sin cartas de rutas. Ahora vería por segunda vez la capital, algunas paradas absolviendo pasos de hombres y mujeres, comunicando placer de vistas y la trayectoria hacia el puesto de espera lo haría en varias horas, sin detenerse en ninguna estación a perder el tiempo, salvo cuando llegó, junto a los que decidieron autoexiliarse, a Santo Domingo, se metió a un comedor chino a comer algo. Desde allí tomarían otra guagua con destino al puesto de la embarcación. Aparicio con apenas la mayoría de edad iba silente, contemplando el paisaje costero, los ríos y las ciudades poco organizadas. Los demás compañeros hacían planes para cuando llegaran al otro lado, de trabajos, de mujeres, de economía, de lo bien que la pasarían autoexiliados ilegales. Según el líder de este bastión de zánganos insurrectos, El viejo, que así lo llamaban, ya estaba en el puesto organizando los motores, taponando las filtraciones con brea y coquí, calafateando la insignia de pirata moderno, de filibustero, de delincuente sanguíneo, de bucanero que buscaba arrancarles el cuero a los excursionistas de mar y economía sustentable. Se alojaron en una cafetería bar, allí esperarían el aviso del viejo. Varios de ellos pidieron cervezas, otros cafés y cigarrillos, Aparicio no quiso tomar, fumaba de vez en cuando para eliminar los nervios. Sintió una mala espina que se le incrustaba en los sesos, presentía un mal augurio. Convenció al amigo que lo infiltró en el viaje para recorrer parte de esa ciudad benevolente, piadosa por la estructura de la iglesia, penitente por las oraciones o rezos de los feligreses, del santuario y la imaginería. Se lo dijo, existía una superstición en esa travesía, quería marcharse a su pueblo, dejar ese autoexilio a media, y dedicarse a los estudios dialécticos de la vida normal; pero el tipo que lo acompañaba acabó metiéndole en la cabeza que era muy tarde para retirarse de los planes, que intentarlo valía la pena y si no lo hacía perdería dos veces la oportunidad de progresar en otra tierra, porque en esta, vaya que cosa, nadie avanzaba en nada, sólo empobrecerse aun más. Regresaron sonrientes a la cafetería y los otros no estaban sentados donde ellos los dejaron. Anochecía. Miraron a todos lados y algunos se encontraban, como en parejas de zánganos, hablando peripecias. Y como por inmanencia fueron agrupándose las parejas en una esquina de la calle. Aparicio y el tipo también se acercaron a la reunión imprevista de los viajeros, querían ser mojados por las amargas aguas del mar, unos sugirieron irse a un hotelucho, otros opinaban que El viejo quería engañarlos como a bobos pájaros sin sentido en la vida. Eligieron a dos de los hipotéticos navegantes para ir al puesto, hablar con El viejo y regresar con buenas noticias del viaje yolástico. Yolar no costaba mucho en aquellos días, yolar era cuestión de economía, de subir y atravesar un brazo de mar. Al regreso, según los hipotéticos, El viejo los estaba esperando desde hacía unas horas en el puesto, con todos sus arreglos. Esto incluía a la Marina y a los chivatos. El grupo abordó varios vehículos a renta. No tardaron mucho en arribar al puesto clandestino. No obstante, se desmontaron a quinientos metros de la playa. Aparicio escuchaba la mar en calma, simples aleteos de olas. Un tipo de muy baja estatura los abordó en el camino, llevaba uniforme, y le señaló al grupo un camino estrecho, por donde debían ir al puesto; él sería el guía de la excursión de playa y reconocimiento hasta una distancia prudente de la embarcación. Había otro grupo de zánganos aguardando el aviso de abordo, y el grupo en que iba nuestro zángano poeta se detuvo cerca de ellos, cosa que fue dicha reiterativamente en susurros por el hombrecito de uniforme. En el otro grupo había algunas mujeres, y poco a poco, después que el de uniforme se marchó por los matorrales, el grupo de Aparicio se fue acercando, porque rumoreaban obtener informaciones del otro grupo, a ver como era el asunto de yolar y enfrascarse en la aparente quietud del mar que se podía oír a esa distancia. El viejo no daba la cara, la gente se desesperaba, transcurrían los minutos con sus sudores y a algunos le cogía con estarse meando, otros preferían cagar por ahí. El amigo de Aparicio junto al que presumía ser líder de su grupo convidó ir a cagar detrás de unos cocoteros y uvas de playa. Entonces, como surgido de un infierno indocumentado una turba de marines y varios hombres vestidos de gris, conducido por el hombrecito, los rodearon, estaban presos por la guardia de Mon. Los apuntaban con sus fusiles, con revólveres, diciéndoles que no se movieran sino querían que alguien saliera mal herido. Las mujeres lanzaron un grito ahogado, alguno de los hombres reculaban en cuclillas para escapar del apresamiento. A Aparicio se le estaba saliendo el corazón por la boca, no podía creer que fuera presa de unos malandrines, sólo pensaba en el dinero que llevaba encima, el que tanto esfuerzo le costó a su madre reunir, tanto que partió piedras con las nalgas para obtenerlo. Su amigo y el que se hacía de líder de su grupo al parecer se dieron a la fuga, porque no daban asomos con sus culos cagados. Las tipas continuaban voceando horribles, y de pronto, como ratas huyendo del peligro, los que reculaban en cuclillas se echaron a correr. Uno de los marines disparó su fusil al aire. Aparicio se levantaba para unirse a la carrera, y el disparo lo hizo tomar de nuevo su postura de humillación. Los uniformados voceaban que se colocaran a bocabajo con las manos en las nucas, todos obedecieron y el hombrecito dijo que se iban a repartir la captura, mitad y mitad, unos para los hombres de gris y los otros para los de blanco y que eso les pasaba por culpa del viejo pirata moderno que no le entregó al capitán de los marines el dinero pactado por convenio. Y como el asunto se repartía en equidad con los de gris, al hombrecito no le quedó de otra que alertarlos para que vinieran a cobrar al puesto lo que les tocaba. Aparicio, junto a sus compueblanos y otros, fue a parar al bando de los grises; a los demás, los marines se los llevaron. Nadie sería revisado hasta llegar a la estación castrense, eran órdenes del teniente. Los colocaron al bajar del camión en fila india antes de entrar al cuarto del interrogatorio. Allí, uno por uno iba dando su nombre, pero se los inventaban, nadie traía un documento de identificación personal. Dado el nombre falso, escrito en un cuaderno sucio, los grises iban ubicándolos contra una pared. Uno de los uniformados revisaba de arriba abajo al apresado. Aparicio rezaba a la Virgen, a sus santos para que le encontraran el dinero que llevaba encima, si lo hacían, todo estaría perdido, el esfuerzo de su madre al partir rocas con las nalgas. El de gris le dijo que se vaciara los bolsillos: mentas, un Milky Way, cigarrillos, unos cuantos dólares y unos pesos, el cinturón y los cordones de los zapatos. El oficial preguntó que si había lago más. Aparicio dijo no poseer más nada a pesar de la advertencia que recibió del tipo con un madero repleto de clavos. Hurgó en sus ropas, pero no halló nada anormal en la pesquisa. Cada objeto era anotado por el escribidor en el cuaderno. A uno de los apresados no le gustó el trato que estaba recibiendo y protestó por ser despojado de sus ahorros, de los treinta mil pesos que costaba el maldito viaje nunca hecho. Y uno de los grises le dio una bofetada entre rostro y oído porque no poseía la mínima idea cómo era aquello, no tenía derecho a hablar. Eran simples monigotes sin calidad de emitir ni un quejido. Los grises no perdieron tiempo e introdujeron al grupo a una celda junto a otros apresados. Ese lugar hedía a sangre y a maldad, a mierda y a orina de cerdos, estaba a oscuras, salvo por la luz que se infiltraba por las rejas de la puerta de una lámpara que iluminaba el patio. La celda quizá estaba hecha para albergar a unos veinticinco preventivos, pero como es común en una sociedad tercermundista, vilipendiada por la corrupción, las amnistías y los sobornos, introducían allí alrededor de doscientos. Y siempre cuando se llega nuevo a un sitio como ese, los primeros o los de más tiempos recluidos, cobran según sus necesidades una supuesta contribución para la limpieza de la celda que nunca llega a hacer higienizada. Siempre crean un director o presidente del lugar, su suplente o mano derecha, un secretario, un tesorero y algunos diez o doce guardaespaldas conserjes (encargados de la hipotética limpieza de las porquerías). Cuando el grupo de Aparicio entraba a la celda uno por uno iba siendo examinado por el presidente y su vice, con la frase particular: Los cuartos de la limpieza; el secretario y el tesorero aguardaban cerca para la contabilidad de las recaudaciones, los conserjes se encontraban ubicados en posiciones estratégicas por si se armaba el tumulto, una protesta por los impuestos, un motín de reos y enfermos psicodélicos. Aparicio todavía no había comenzado a rezar, alcanzó prefigurar en su mente: Que la Virgen me salve de esta, cuando tenía encima al vice. Nuestro novel poeta le dijo al tipo que los grises le quitaron todo el dinero que llevaba. Y el vice, muy astuto, no le creyó, sino que siguió metiendo sus manos cleptómanas en los rincones insospechables de las ropas del poeta. Como el presidente vio que esto era anormal en un preventivo, también se lanzó a revisarlo; olía el capitalismo, olía el temor en el aire viciado por los sudores, las voces, las mierdas y las orinas y dijeron a viva voz: Aquí están los cuartos. El poeta pese a su intento de rezar un Padrenuestro se dio cuenta que se toparían con su capital, y empujó con toda sus fuerzas a los tipos, no permitiría que le sustrajeran lo que a su pobre madre le costo un lado de las nalgas al majar piedra con ellas. Ya no le importaba el viaje, ni morir siquiera, sino defender como un animal rabioso el patrimonio de la familia. Entonces los conserjes le cayeron encima junto al dirigente de la organización, el vice, el secretario y el tesorero. Todos se garrapateaban en la frágil fisonomía del poeta. Patadas y puñetazos salían huyendo a encontrar rostros, volaban y emergían de la semioscuridad apuñalando el aire, haciendo convenios de moretones y ahorcamientos indefinidos. Gritos pendejos de los compueblanos que ni movieron un dedo para ayudar a Aparicio en un pleito desigual. De entre los conserjes experimentados había uno que sobrepasaba en tamaño a los otros, y Aparicio, en un lapso infranqueable de tiempo, pensó echarle mano a ese, porque como era de grande así mismo pegaría sus trompadas. Logró aferrarse al cuello del grandulón y someterlo a que se inclinara, mientras que con el otro brazo libre, le arremetió sendas trompadas por las costillas y el estomago, cayó redondo como una pelota. Al darle los puñetazos al conserje, sentía que le daban por el espinazo, eran sólo piquetes y hacía caso omiso a esos golpes, y cuando soltó al hombrón, se sentía un poeta realizado al derribarlo, y un descuido, pelea heterogénea, ni vio venir el zapatazo de uno de los conserjes que se le estrelló en plena nariz. Los grises ya habían sido alertados por el alboroto de los reclusos y uno de ellos comenzó a tirarles agua para tranquilizarlos. Aparicio notó que algo calenturiento descendía por su nariz, palpó y vio que era sangre; dio un alarido de perro apaleado, a moco extendido fue apartando a los dueños de la celda que estaban tranquilizados en sus rincones por los chorros de agua hasta llegar a la puerta de rejas. Aún moqueando le pidió al tipo de gris que le echara un poco de agua para lavarse la nariz, inclinar un poco la cabeza sin dejar de estar en alerta por si decidían acalorarse de nuevo. La hemorragia fue cediendo, sentía rabia por ver que sus compueblanos nada que ver con el asunto. Los humores se calmaron, cada quien fue encontrando su rincón para dormir. A Aparicio le tocó junto al cagadero, que hedía a coño y pudrición de mierdas gusaneadas. Esa noche la pasaría en vela, al tanto de los movimientos del presidente y el vice, y de los tantos que fueron apresados en redadas. El grupo en el que se hallaba Aparicio pasaría casi una semana en reclusión. Se estaban asiendo los trámites de lugar con una abogaducha que se aprovechaba de los dolores de cabeza de los psicóticos. Varios del grupo sabían que el poeta guardaba con celos de bestia su capitalismo. Uno de ellos había ocultado en la plantilla de uno de los zapatos unos dólares. El vice y el presidente se enteraron de la suma e hicieron un pacto para que sus conserjes les dieran protección y lugares adecuados para dormir si acaso. Al tercer día le dieron a Aparicio un artefacto de metal, luego se enteraría que con ese objeto trataron de apuñalarlo por la espalda, si no fuese por la cantidad de ropa que llevaba puesta, tal vez no la estaría contando. En la tarde el presidente de la celda y su suplente fueron sacados por el gris de turno y alojados en otra cerda que estaba destinada a los ricos y a los maricones. Se rumoreaba que los tipos se estaban dopando a costa de los cien dólares, cosa que enfureció al grupo, porque según, ellos hablarían con la tipa del papeleo, no querían ser fichados ni llevados al Departamento de Falsificación al Palacio de Santo Domingo. El de los dólares consiguió conversar con un gris por unos pesos y lo llevó a la oficina del general. Cuando el de los dólares regresó a la celda les trajo noticias al grupo, si las cosas marchaban bien iban a salir al otro día. Unos grises sacaron al vice y al presidente de la cerda de lujo, esposados y los guindaron tal cual dos cerdos de un cocotero semiinclinado, como si fuese obligado a tomar esa posición para castigos, que se encontraba en el patio. Aquel castigo, aunque se lo merecían, era tenebroso, los tipos gritaban como si el infierno se les metía por las retinas, por los codos, los tobillos y las rodillas, habían tenazas que le hacían abrir las bocas para halarles las lenguas, tubos con los cuales arremetían con golpes certeros en las coyunturas de los huesos, las costillas y las nalgas, los grises los amenazaban con el madero de los clavos, y aullaban como perros, gritos, llamamientos de ay mi madre, hasta que al fin el vice y presidente se desmayaron por la tortura. La paliza que le habían propinado a los tipos fue por el robo de los dolores, por el uso no autorizado del consumo de estupefacientes por el general; el de los dólares le fue con el chisme cuando subió a su despacho. En la mañana del quinto día, después de cantar lista, el gris de turno a la celda, junto a otros dos grises, optaron por requisar la celda y a los preventivos; los torturados dieron la alarma de que allí había gentes con armas. Sorpresa para Aparicio, no le dio tiempo de soltar la daga de punta doble en su rincón y la metió en un compartimiento secreto de su chaqueta. Colocados uno detrás de otro en el patio arenoso, los grises hicieron que se acuclillaran. Nuestro poeta novel no perdió la oportunidad, cuando iban requisando a los reclusos a la entrada de la celda, de sacarse el objeto, ponerlo con cuidado, sin dar motivos, en el suelo y lo cubrió de arena para sentirse liberado. En la tarde Aparicio sacó de su capital la cantidad requerida por el grupo para salir de allí sin ficha, el de los dólares pondría la otra parte. La abogaducha hizo el papeleo y al atardecer fueron liberados como gente normal. Un policía los condujo por la parte de atrás del destacamento y no vuelvan los rostros, fue la sentencia que hizo una y otra vez hasta que el grupo desapareció a una esquina, por la calle que los llevaría a la estación de las guaguas.



7

El intento de viajar a una tierra desconocida lo hizo reflexionar. Nunca intentaría salir de la isla. Cuando llegó a la casa nadie lo esperaba, era como si todo el mundo se había desaparecido. Se quitó las ropas como pudo. Sentía que algo estaba pegado a su espalda, sentía picazón, un breve dolor. Buscó un espejo y pudo mirar su espinazo de fauno, con heridas leves, no había por qué alarmarse. No era la primera vez que caía preso por descuido o por omisión de cargos. Estaría acusado por muerte. Contaba con sólo doce años. Escuchaba decir a los del pueblo que algo endemoniado rondaba por las noches en los patios de las casas. Uno que otro personaje había visto el fenómeno, pero los muchachos del barrio decían que la bestia, aunque venida del mismo infierno, era una divinidad, siempre reía y daba saltitos como conejo, que a pesar de comerse los brotes de las flores de las jardinerías de las casas, las cuidaba, les orinaba encima y las flores fluían hermosas y que protegía con berridos o balidos de infantes recién torturados a los rebaños de los del pueblo. El padre del poeta niño criaba animales de distintas especies: gallinas, puercos y chivos. Una vez, partes de las aves fueron sacrificadas por la noche, era día de San Juan, y nadie en la casa sintió el alboroto. Los del pueblo siguieron comentando el fenómeno, montarían guardia para atraparlo. El poeta infante, con sus dudas, pensaba que la divinidad, según los otros niños, no podía ser el autor de esos crímenes. Junto a su padre montó guarda por noches, y nada acontecía. Todo estaba en calma. Nadie se acuerda cuántos días, meses o años transcurrieron; pero pasó lo que debía pasar: Las cabras hembras del padre de nuestro poeta niño, parieron cabritos gemelos. No transcurrió una noche para que los cabritos desaparecieran. La junta de vecinos hizo comisión, y decidieron peinar las cercanías del pueblo en busca de los cabritos porque afirmaban que había sido la bestia, ese fenómeno que se los había llevado al diablo. La turba inició la búsqueda cerca del río. Atardecía sin dar con el objetivo previsto. A la distancia alguien voceaba, eran gritos casi imperceptibles de uno de los rastreadores, había encontrado rastros del desuello, pelos grises, negros, blancos, moteados, coágulos. Todos se dirigieron al lugar. Entre ellos iba el niño poeta junto a su padre. Cuando llegaron los ojos del poeta infante se les llenaron de terrorismos, de sangre, de supersticiones, y se escondió detrás de su padre. El líder de la comitiva esparció los restos del desuelle o sacrificio en la tierra, especulaba qué dirección tomar; la oscuridad casi no les dejaban observar los restos y a una voz comulgaron en encender antorchas de cuaba para continuar la búsqueda, presentían que estaban cerca para darle alcance a la bestia. Al encender las teas, el poeta miró hacia los árboles y pudo entrever varios bultitos que se suspendían, tiró un grito de pato ahogado señalando las sombras suspendidas en los árboles. Alguien de la comisión fue elegido para trepar a las alturas y bajar los cueros de los cabritos que habían sido sacrificados. Era hora de cuidar sus pertenencias, duraron hasta las once de la noche persiguiendo el animal, pero la búsqueda fue en vano, perdieron el rastro. El poeta y su padre informaron a la familia del hecho, de lo espeluznante del descuero de los chivos bebés. Y el ruido lo despertó, eran cadenas que iban siendo arrastradas por alguien, cloqueos de aves de corar, berreos de los chivos y sus cabronadas al saltar por algún susto que los espantaba, gruñidos y agitación en la pocilga. El poeta adormilado se levantó, cogió su tirapiedras y fue a brechar por las rendijas que daban al chiquero, a la pocilga y a la jaula de las gallinas. Cuando observó, no lo creía, se dijo que por lo adormilado que estaba veía cosas raras, pero que los muchachos del barrio no estaban equivocados. El fenómeno bestia respiraba en resuellos, en agitación. Quiso ver el poeta a un burro o a un caballo encabritarse, a un perro aullando, ladrando con el hocico repleto de espumas, a un gato negro que saltaba sobre las rejas de la jaula de las gallinas, a un chivo que fue poco a poco tornándose mitad hombre, de pelo cobrizo, un macho cabrío que miraba en dirección a la rendija que el poeta niño se hallaba con el corazón palpitándole desquiciado. La oscuridad no dejaba ver bien el rostro de la bestia, sólo era una silueta que se movía en saltos, con cuernos inclinados hacia atrás, orejas de chivo, aún llevaba su mitad de cuerpo humano cuando el poeta infante, con coraje y determinación decidió salir a enfrentar el fenómeno. Cogía en sus brazos a un chivo que ya estaba calmado por algún remedio mágico, y el niño a hurtadillas, con pasos sutiles, emergió a la espalda del animal y le lanzó una piedra con su onda. El fenómeno dio vuelta, le sonrió al poeta con malicia y complacencia, pero dentro de sus grandes ojos llameados existía el enfurecimiento de una divinidad perturbada por una simple pedrada de un poeta niño. Dejó caer al chivo donde lo había levantado y quedó con la misma postura que duermen los animales echados sin que haya pasado nada. La bestia le venía encima al poeta, con manos extendidas, de sus codos le salían pelos largos, de la cintura para abajo era una cabra, y ya no dada saltitos de conejo o de rana, sino que andaba torpemente en zancadas breves. El niño con nervios de cobardía, y sin saber cómo, puso una roca de este tamaño en el cuero del tirapiedras, lo tensó con todas las fuerzas sacadas de las plantas de los pies y disparó el proyectil que se incrustó en un ojo del fenómeno. La bestia se tambaleaba, como que caía o no caía, pero al fin se desplomó. El poeta corrió dentro de la casa, despertó a su familia, todos salieron a ver a la bestia que había devorado los cabritos recién nacidos. Cuando el padre iluminó el bulto en el suelo vio a un hombre y no un Chupacabras ni algo paranormal; el poeta niño comentaba a los otros de la familia que era parecido a un chivo, que le creyeran porque él lo vio con sus propias retinas por las hendiduras de la casa que dan al patio. El viento de la madrugada traía temor, el padre rodeó el cuerpo del hombre y le alumbró el rostro. El muerto, con su piedra incrustada en uno de los ojos era el presidente de la comisión que aquella tarde había salido junto a los otros en busca de los cabritos sacrificados. El infante poeta llegó a parar a la cárcel. No tardó mucho en salir, había asesinado a un ladrón o a un posible galipote.