lunes, 5 de abril de 2010

Poetas de las miserias


Poetas de las Miserias

Augusto Bueno

Exordio de la miseria

A veces resulta caer en error querer explicar el origen de un texto u obra de arte y no sólo eso, su estética, la finalidad, el argumento, entre otros. Creo que la obra de arte se manifiesta ella misma por sí sola; el creador no debe dar razón (porque no la hay) del por qué ha creado tal obra, eso dejémoselos a los críticos del arte. La cuestión, el verdadero intríngulis, esa jodienda que nos hace ser quienes somos es desear descubrir y redescubrir al ser humano ya que la filosofía no ha podido esclarecer el lado oscuro del hombre. Es como dice nuestro Milan Kundera —parafraseándolo—, que la novela, en este caso, es lo que más se  acerca a la metafísica de la humanidad, porque el artista no es un economista ni historiador ni profeta, es un explorador de la existencia. Por otra parte, y me permito citar textualmente a este grandioso artista de la palabra (se me había olvidado la frase o el axioma completo: me ha llegado a la cabeza) con tenor a este enmarañamiento: “…la tarea histórica de la novela después del siglo del realismo sicológico: ya que la filosofía europea no supo pensar la vida del hombre, pensar su «metafísica concreta», la novela está predestinada a ocupar al fin ese terreno baldío en que será irreemplazable”, sino no ya lo es.

Con estas palabras, y no me traiciono, iniciales dejo por sentado la propuesta de uno de mis textos, que en un principio estaba destinado y ligado a una persona. Pero como este planeta anda con su prisa y su afán de lo vacío, esa forma light de ver las cosas, atribuciones que sucumben ante la realidad de esa persona y la mía, tuvimos que tomar rumbos diferentes para, tal vez realmente, encontrarnos con la verdadera intención de nuestros destinos y quizás, como se dice, quien sabe si al final de todo nos volveremos a ver bajo un mismo sol, bajo un mismo cielo, en un mismo puerto para zarpar una vez más con rumbos equivocados. Poetas de las miserias nunca iba ser publicado sino por esa misma persona. Ahora me río, de veras, uno nunca sabe dónde termina el final de todo.



La poesía no está en la acción sino allí donde
se detiene la acción; allí donde se rompe el puente
entre una causa y un efecto y allí donde el pensamiento
vagabundea en dulce libertad ociosa.
La poesía de la existencia, dice la novela de Sterne,
está en la digresión. Está en lo incalculable.
Está al otro lado de la casualidad. Existe sine ratione, sin razón.
Está al otro lado de la frase de Leibniz.

Milan Kundera


Collage

Quimeras de las sombras

1


Anoche, mientras miraba mi programa favorito de las diez, pensé en Aparicio. Creí sentirlo rondar la casa. No sé si por el patio trasero. Esta alucinación me vino por la entrevista que le hacía el presentador a un tipo de nombre… ya ni me acuerdo; pero tenía que ver con la labor de Aparicio. Asumía cara de poeta. Además, sus frases muy bien ordenadas, como preestablecidas, desdoblaban el ambiente del programa. En una de las pausas de publicidad fui a tomar un vaso de leche. No llegué. Los parpados pesaban, un dolor en mis ojos y en todo mi cuerpo me obligaron a continuar guardando cama. Quizá la ridiculez del presentador y el tipo, que ni me acuerdo, me llevaron a ensoñarme despierta. Aparicio dibujaba trazos con uno de sus dedos, con el índice, como llamando a silencio y derogué armar lío, reflexión que impuso apagar la bombilla de la habitación, sólo quedó encendida la lámpara de la mesita de noche y el cirio de mis santos. A oscuras las manos repletas de papeles escribían la posesión de un banco de parque, escribían o trataban de amainar unas llamas que copulaban con las palabras, imitando a moluscos. Hoy es por la tarde. Pude comunicarme con él y contarle el sueño. Y como siempre, no esperó conclusiones. Dijo tantas barbaridades que es injusto. Una alucinación, para mi fue eso; estuve despierta toda la noche. Comentaba que no faltaría mucho para que alguien, y un artista además, llegue y me someta a suplicas institucionales. Que, el pobre, con sus promesas de siempre, a pesar de la poesía, existía como ese fuego comiéndome las entrañas por negarme a la impúdica verdad de ambos. Que, el pobre, con sus razones marginales, dentro de lo que cabe, analizándolo bien, debería realizar aquel ofrecimiento en ir a la Basílica La Altagracia a pies descalzos porque lo había prometido hace años y no cumplía. Aparicio estaba en su verdad, pero ya no estamos para estar cumpliendo con cosas del pasado. Como dicen mis amigas, hay que estar en sus once y vivir el ahora. El pobre, con sus problemas de traducciones y la tipa esa de rizos rasta, dijo que la leche significaba, contenida presumiblemente en un vaso cromado, las guerras que han de surgir por necedades, de modo que, qué diantres excita a los hombres a matarse solidariamente. Dijo que hablaríamos después. Estaba muy ocupado para seguir chateando estupideces de sueños conmigo. Ni le escribí adiós. Sólo salí de la web y continué con mi labor de análisis diplomático. Cada palabra que escribía, a manera de poesía, eran receptivas, pero con la peculiar entonación de que Aparicio al otro lado de la pantalla se sentía incómodo. Tal vez había uno de esos franceses traductores, un supervisor, el director, quién sabe quien, metiendo los ojos en lo que hacía. A Aparicio no le agrada cuando esta en conversación conmigo que nadie lo moleste. Me lo ha dicho, se lo dijo a ella. Salí de la oficina a las cuatro. Caminé las calles de siempre. La calle San Luis con sus vitrinas. La Del Sol con sus miles de autos, las gentes andando como sin rumbo fijo y sus tiendas. La Sully con sus parquímetros de horas muertas que llaman a entrever sustituciones de lugar, cuando aun éramos unos mocosos que amábamos la poesía por encima de todo. Aun a Aparicio le viene el cinco. A mí, eso es cosa de apaga y vámonos. Ya casi no tengo tiempo de estar superponiendo espacios. Así es más fácil. No hay que complicarse la vida, sino simplificársela. No tengo que armar una frase bonita para ir a recitar al Monumento de los Héroes, sino que la digo en mi piel, en mis movimientos de caderas anchas, en mi lengua, en cada gota de saliva que derramo frente a los documentos de la oficina. Por las calles de siempre es otro asunto. Puedo vocear, gritar silente cada poema, cada verso que nos aprendimos juntos bajo la lluvia, bajo las cornisas que nos reguardaban porque yo no llevaba paraguas azul. Llegué al restaurante de la San Luis bordeando otras calles, y quise, aunque traiga malos y buenos momentos, pasear por donde antes caminábamos agarrados de mano, riéndonos de todo. La poesía ha sobrevivido, pero me sequé por dentro. Hace días, como sé que Aparicio está elaborando una especie de trabajo documental con artículos de revistas y periódicos en un álbum, que también —comenta— llevará algunas fotos de la Magui, como le llama, me sobrevino escribir algunos poemas. Son especiales, no interesan mucho, pero son especiales por la rabia. Porque la tengo. No soporto que hable de ella, ni de su arte. No le señalo nada por omisión. Sin embrago, un día de esto no me quedará más que mandarlo al diablo como lo mandé hace tiempo. Siempre será así. Aparicio con sus mujeres. Con sus cuernos de macho cabrío. Es una y será una rata de dos patas. Maldita sea. Por que demonios nos encontramos. Por qué continuamos hablándonos si ya hace de eso. No será que. Ni loca. Se lo expresé aun cuando estaba aquí. Igualdad de condiciones si quería volver a intentarlo. Ni siquiera tuvo la amable preocupación de desearlo. Sólo se marchó. Hasta ahora ha sido coherente con sus palabras. Lo decía, cito sus palabras: Cuando, si lo logro, salga de aquí, créeme Gina, es en serio; cuando salga de aquí no regreso. Estoy harto de todo. Aquí no hay futuro. Pero Aparicio estaba equivocado, está extraviado, siempre lo ha estado. Aquí si hay futuro, hay que hacérselo cueste lo que cueste, aunque hay que hacer cosas humillantes en condición de mujer y a una la cosa le sale a pedir de boca. No sé cómo se la arreglarán los hombres. A ellos, a los que conozco y los que he visto por ahí, les va muy bien. También trabajar con honradez nos salva sin tener que salir al extranjero. Creo que las cervezas están haciendo su efecto. Llamé hace un rato a Ulises, quiero enseñarle las poesías que he estado escribiendo. Quedamos de juntarnos aquí y no da la cara. Seguro se detuvo por cosas de oficina. El poeta o la poetisa (los críticos de arte nos llamen las poetas, pienso reivindicarme) nos detenemos por pura vaguedad. Por coincidencia nos aferramos a poetizar cada intervención que hipotéticamente muestre una sin razón. Esto quizás le ha acontecido a Ulises. Siempre se tarda para los encuentros. Si no viene, no es la primera que me deja en plante. Es costumbre. El mes pasado convenimos ir junto a la capital, nos invitaron a la presentación de una antología de poesía: Sombras de las quimeras —el acto estuvo muy bien presentado a cargo de uno de los incluidos poetas; pero los poemas, esos versos son una completa miseria— y el muy desgraciado de Ulises a última hora me salió con que no podía, porque tenía que cuidar a su abuela. Da tanta rabia esperar y esto de que no se puede fumar en lugares cerrados me trae de cabeza. Experimentar con un par de cigarrillos hasta casi quemarme los dedos me viene por hábito de Aparicio. Subíamos aquí a dialogar de arte y otras zanganadas de jóvenes sin tener que hacer a esa hora a esta hora y a cada cerveza consumida él sacaba un cigarrillo, lo fumaba y entonces la discusión tomaba fuerza, era como si la cerveza, el humo apestoso del tabaco, el café y otras sustancias, quizás prohibidas y que nunca dijo que usaba, le aceleraban las neuronas. Cogí el hábito poco tiempo después. Nunca lo hacía en el restaurante. Esperaba a que bajáramos y le pedía uno. Ponía rostro de apenado, decía que no deseaba que yo cargara con el vicio, su conciencia lo amargaría, no podría llevar ese peso de conciencia, de que su compañera muriera de cáncer por su culpa. Pero al final siempre me lo pasaba encendido. Recuerdo la campaña de publicidad que le monté cuando iniciamos. Pero Aparicio a su defensiva nunca hizo caso, se alzaba de hombros, lanzaba miradas duras, reprimiéndome, y yo continuaba sin retroceso. No valió para nada, hasta que le tomé gusto a la nicotina. Ulises aun no da la cara. Ni llama para cancelar la cita. Qué descuido. Le pedí al mesero la última cerveza. Si no aparece me veré obligada llamar a Marcos. Este sí que se porta de lo más bien conmigo. Sólo hago pulsar una tecla y el condenado aparece a los pocos minutos. A veces pienso que Marcos descuida sus pinturas por seguirme los pasos, que me vigila las veinticuatro horas del día. Lleva meses detrás de mí. No le he dado una respuesta contundente a nuestro caso. Qué estoy pensando, le dije hace dos semanas que lo pensaría. Aunque vaya o no a aceptar, no debí darle esperanzas. Era mejor mantener distancia a ver que acontece con Marcos. Pero, la verdad es que ni sé quien soy a estas alturas. Desde que Aparicio se largó tomo a la ligera mis decisiones. Debo ser más responsable con mis ideas. Pero fue esa amiga de resort que me lo metió por boca y nariz, sin suponer que quería algo serio. Ya no hay marcha atrás. Hay que continuar con esta farsa, porque lo reconozco, salgo con Marcos por placer y conveniencia, y lo peor es que puedo ver su desinterés cuando le doy alguna de mis poesías a leer o cuando yo se la recito, se queda mudo, sólo asiente con la cabeza o se encoje de hombros como si no le importara la poesía, cosa por la que vivo. Aunque es un artista plástico reconocido, no le gusta el arte de la poesía. Es muy extraño que un artista que hace poesía con los colores no beba de su pureza a modo de versos y prosa. Pero esto es lo de menos. Marco el número de Marcos. Al otro lado de auricular dice que enseguida estará aquí conmigo. Ulises me ha traicionado. No deseaba ver al pintor hoy, menos un jueves. Ulises sabe que este día es sagrado. Que es de nosotros desde que frecuentábamos los cines, el museo y algunos cafés para reunirnos con los otros artistas jóvenes de la ciudad, cuando podíamos decir somos personas sin definiciones concretas. Pero llegaron ellos, los viejos y nos metieron en generación llamándonos quien sabe que cosa de críticos, porque hasta hoy día —como habíamos decidido— nos autoproclamamos artistas no afiliados a ningún ismo, ni dependientes, ni independientes ni interindependientes, ni híper ni ultraindependientes de tal fecha a otra, sino seres humanos que han deseado por convicción y amor ser artistas simplemente. Cuando vea a Ulises le voy a reprochar, no debió hacerme esto. Vedar un jueves así por así no lleva sus cojones puestos. Esto me da por pensar que en verdad Ulises se cree ser el de Homero. Nada más hay que verlo cuando se le salen las babas por alguna sirena que le cruza delante. Marcos hace su entrada en el local. Los mozos lo conocen muy bien. De inmediato uno de ellos se lanza a su encuentro. Lo dirige a donde estoy. Toma asiento sin verme a la cara. Sólo echa risitas pertinentes como para desviar la atención de la concurrencia de los otros artistas que agarraron sillas a la extrema derecha; otras personalidades del mundo informativo le saludan muertos de risas. Ordena un trago de tequila. Ya frente a mí, sonriendo de nervios, inyecta su mirada en la mía. Ahora dice que sería bueno salir de allí, que no le agrada el ambiente, y que hay demasiada gente. Le digo que si se avergüenza de que ésos nos vean juntos. Guarda silencio por un instante y se decide a comentar un no es por eso, sino porque no se siente a gusto, desea estar en un lugar con privacidad exclusiva. No contesto. Y sin mi aceptación o consentimiento Marcos se levanta del asiento. Ha aprendido a olerme las orinas como se dice. También deseaba salir de allí. Busca en uno de sus bolsillos, saca un billete y lo pone debajo del servilletero. Sale sin voltear su rostro y le sigo los pasos con rumbo al estacionamiento.


2

Esta quimera para defunción la atrapé en vuelo. Porque maté el amor hace tiempo. Hoy y ayer armé pesquisa de lugar. El viejo armario, con sus bellas cajas empolvadas, olía a presidio. Liberé el cosmos. Hice liberación y acabé por encontrar los palitos chinos de hace una década. Como si la extrañeza del neolítico reapareciera por cuenta propia. He hecho libertad y no me arrepiento. Maldigo cada latido, cada sensación después de leer casi cuarenta poemas de autorretratos y siento gusto, mucho gusto. Pelea de rutina. Imagen quieta cuando conversamos. No los tapes, no los ocultes, ponlos donde se puedan ver para cuando se nos antoje comer albóndigas y espaguetis bajo la influencia lunar o para cuando pensemos por intuición hacer eso encima de la mesa nos sirva de masturbación y afrodisíacos. No los pierdas. Supongo que todo es posible.


Como el presidio a veces hay que pasarle balance a cobrar. Cobro mis pezuñas de ternera, higienizo la celda hasta la brillantez. Dentro de las bellas cajas llenas de polvo, tapizadas con risas de Apolo, me topo con los casi retratos de mis antepasados. Rogué no abrirlas antes de mi nacimiento y las he de tapiar con mis óvulos para que no despierte, para que muera definitivamente con su endemoniado rostro de duende. Dos malditas tardes sumergida en el vacío, en algo tan lleno de sombras y nada. Ya para qué los tours de moléculas, ya para qué pensar en Aparicio.


La blusa negra la incorporé al museo de lo huesos. Tiemblo y Alfonsina sale del mar surfeando en espumas a mostrarme. Dice que ponga mi oído al hueco. Obedezco por poesía. No por réplica. Oigo a Aparicio sin lengua como un andrajoso mendigo lamiéndose el rostro ahuecado, chasquear de susurros, lamentos, chapuceos de lengüetazos, miseria de un hombre atravesado. Ese gusano infecto penetra y hace eso en mi oído, lo babea, recorre cada recodo, ablanda los residuos. Tengo cosquilleos, acabo de comentarlo frente a mi espejo, desnuda, y la suicida con semblante de sufrimiento me dice que deje y muera. Suicidar salivas. Bello Apocalipsis. Aun no es tiempo, grito. Aun no es tiempo de ir a la playa a recoger las migajas del sexo. No ver las locuras de mis venidas. Tiemblo así y Alfonsina remata el poema.


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