lunes, 31 de agosto de 2009

Pastiche para museo




Tomaría una de las mesas en mis manos que al parecer tendría el peso de una pluma o la levedad de un alma en pena vagando por entre mis ojos aguzados e inyectados de un rojo sangre, de rabia y la sed de una asesina en potencia.

Estaría en el bar tirándome unos tragos para alivianar el peso de la vida. Unas horas antes le diría a dos de mis amigos que me acompañaran tal vez así podríamos levantarnos unas putas e irnos por ahí a gozarlas. Nunca aceptaba quedarme a amanecer en los prostíbulos.

Llevaríamos algunas botellas de ron entre en el buche, medios borrachos y unos tipos que alcanzarían llegar al bar en unas motos se sentarían a poca distancia en donde yo y mis amigos nos encontraríamos. Uno de ellos me caerá pesado, no soportaré que me mire como un bicho extraño por ser mujer que se aventura a tomar junto a dos idiotas. Continuaríamos riéndonos de las incidencias de las putas que bailarían desnudas en el show de media noche y el tipo que a propósito no me quitará sus ojos de encima provocaría en mí el valor de meterme en el escenario, agarrar la mujer que me gustaba, besarla delante de todo el mundo, hacerle eso ahí mismo para que los de allí se le salieran las babas de envidia.

La escultura me llevaría a pensar en mi amante. El paseo matinal de los turistas por el museo corroboraría mi impotencia de no ser en realidad lo que era. Tomaban fotos a cada figura instalada en lugares específicos para darles una mejor proyección de sus ángulos. En una oportunidad les dije que iría al baño a hacer alguna necesidad de mujer, pero que en realidad necesitaba fumar. Cuando regresé los turistas ya estaban admirando otra de las obras. Pero había una copia de una que me sumergía en la pasión de los dioses y los artistas de los tiempos de los griegos y los romanos o quizás en los mismos años que el escultor encontraría la belleza de un Apolo para crear la perfección.

No fueron ni una ni dos veces que cuando se retiraban los visitantes me quedaba enviuda contemplado aquella figura pensativa y aparecía en un bar tras una de las putas que me prometería que esa noche se iría conmigo a revolcarnos en una sola imagen colgada de la punta de un relámpago y mis dos amigos siempre idiotas que me acompañarían al lugar dirían que yo estaba jugando con fuego porque uno de los tipos de al lado le hacía de chulo de aquella hermosa mujer. Pero eso no me importaría, sino gozar su cuerpo delicadamente y esa misma noche arrebatársela al tipo frente a sus narices me daría a mí la seguridad ser quien era, un hombre atrapado en un cuerpo de una mujer.

Conseguiría el empleo de guía gracias a las relaciones de mi padre, a mi facilidad con los idiomas y al periodo que permanecí viviendo en Alemania. Eso me daba la facilidad de ver las instalaciones, las pinturas y las esculturas con otra visión distintas a todos los que trabajábamos en el museo. En los tiempos que viví en Europa fui un par de veces a Holanda con un grupo de amigos a pasear por días. En esos paseos fumé de todo, desde el antiguo hachís hasta las píldoras de éxtasis. En un momento dado pensé que me convertiría en una opiómana y gracias a la inteligencia de mi madre pude salvarme de algo tan terrible y me envió junto a mi padre a mi país de origen.

El acto finalizaría con aplausos, silbidos y ovaciones. En eso agarraría una servilleta para limpiarme el sudor ya sentada junto a mis amigos, la que se me caerá de las manos por el placer encontrado con la tipa. Agacharé mi cuerpo para recogerla y el tipo de mirada presuntuosa se acercará a mi mesa y tal vez plantará unos de sus codos a modo de juego en mi omoplato derecho lo que me llevará a la probabilidad de caer de bruces contra el piso. Me incorporaré de un salto mirando a mis estúpidos amigos que se quedarán con las bocas abiertas sin hacer nada para defenderme y con la agilidad de un karateca le echaré mano a la mesa que permanecía desocupada muy cerca de nosotros, tan liviana como una cuchara de aluminio, y le daré al hombre con ella en la quijada destrozándosela en el acto, luego con unos de sus bordes partiría su cuello y a otro de su grupo que querrá ayudarle le proporcionaré uno o tres mesazos que esquivará con suma presteza pero que al fin pondrá su cara muy quieta para que yo le diera con la mesa para que se deslizara inconciente al suelo con su cara machacada y repleta de sangre. Los otros no se atreverán a levantarse de sus asientos, se quedarán quietos por verme tan enfurecida. Sin mostrar el menor remordimiento del hecho mis cómplices amigos y yo nos retiraríamos del bar con las sobras del ron aclamando mi valentía internándose en un hueco donde la verdad aparecerá como un gusano de quien se haya poseída por algo inexplicable.

Las personas que aun quedaban en el museo corrieron al escuchar los gritos y los ruidos. La réplica de la escultura de El Pensador de Rodin estaba destrozada por todo el lugar. Otros dos tipos, compañeros de trabajo, que al parecer se habían aventurado a ver qué sucedía, también estaban inconcientes en el piso con los rostros desfigurados en un charco de sangre, mientras tanto yo, horrorizada y presa de un sentimiento angustioso, al ver a todas esas gente que me miraban con temor, llevaba en mis manos uno de los tubos que sostenían las cintas que formaba un corredor para que los visitantes del museo al introducirse a una de las salas de exposiciones no se desviaran.