jueves, 18 de septiembre de 2008

Henry MIller



Miller en sus Trópicos ha retado a su propia analogía en bajos instintos de sí mismo.
Esta cruel verdad alquimia no será el astro oscuro de las niñas ni de las mujeres folladas, sino las manos del escultor, el imaginario del pintor, las palabras mal bien dichas mostrando la verdad oculta en la misma verdad de la “Tragedia Humana”.
Cuando H. M. descubrió ficcionar con sus aventuras —y no es que la halló sino que tuvo la brillante idea de la Pasión— se dijo a sí mismo: —Vale hombre, por algo naciste, no. Follas y follas, eso es lo único verdadero y ridículo de esta triste historia de monos. A cambio, si no follas estarás perdiendo el tiempo de trabajar en oficinas.
¿Por qué cuento que no lo encontró —eso de ficcionar o hacerse el imaginario? Porque cansado de la cotidianidad, de la automatización que destruye el alma del ser creativo, se fue a París a reencontrarse en sueños; y como todo ser humano —uno más que otros— tuvo la tremenda necesidad de escribir su historia singular.
Miller, con esa fuerza verbal y sustantivada, con esa pasión lucífera, con esas imágenes encarnizadas, por ese gusto por lo grotesco, nos dio increíbles historias. Nunca antes nadie, en aquella época, se había atrevido a publicar unos libros de tantas lascivias, promiscuidades, de un yo narrador (el propio Miller) bordeando la locura enferma de un ser degradado, pero a su vez con un lirismo tal que nos deja zombis, inertes, boquiabiertos de todas partes del cuerpo, encontrándonos en esos personajes, porque en nuestros subconscientes, allá en las remotas regiones de nuestras esencias, somos así aunque no lo queramos aceptar, como se ha referido José Acosta sobre varios de mis textos: “las imágenes no dejan de ser promiscuas y terribles, pero hermosas a la vez, válidas para crear literatura”.

Promontorios



Me he visto en el suicidio después de verme a los 40 —estoy desentendido en la voluntad de viajar por mi desconocer de mí mismo.
Soy en la sangre, en las palabras objetos: las tactos, las sorbo a sabor, las acaricio, les hago el sexo a sonido y forma, penetro en ellas y habito en el decurso de la disonancia.
Así me soy, me digo en logaritmos, en trapecios uniformes y deformes, columpiándome a favor del insomnio y a favor de la sinceridad al decirme ante mi inactividad de ver las cosas como no cebarían ser [o que son, pero las miro como no son]. Soy fragmentos sucesivos impropios. Me diversifico a representaciones de pliegues indeterminados. Como rostros de perro, gato, meduso, becerro, culebro, sapo, grillo, pez, alacrán, ave, rano, edificio, carretero, centauro, esfinge, metal, cieno, arácnido, aguas, sombras, minotauro, en una sola imagen desprevenida. Lo que menos soy es humano. La representación de lo humano de ser en mí está abismado. Y me duelo y me enaltezco en ello.

El dolor de la existencia



Hace un tiempo fui invitado a un Festival de Poesía y por arte del destino o por estratagemas patológicas mi estadía allí no pretendía estar.
Pero como el diablo —así parece ser— está rendidamente dormido llegué a ir por casualidad, retando todos los pronósticos de escuchar y oír a Poetas consagrados, otros por consagrarse.
Me alojé en la habitación número 11, junto otros poetas y poetas casi. Desde mi entrada al complejo reflexioné en no participar como ente activo en el decurso de las palabras, solo escucharía desde cierta distancia para encontrarme a mí mismo.
Una de las presentadoras tuvo la osadía de llamarme, y como mi negarme era ocioso y fatídico, no quise darme a esta somnolienta desfachatez ridícula. Con los que estaba destinado a leer mi pretérita y tétrica poesía ya lo sabían, porque en sentido general le sinceridad me basta. El caso es, que cuando me nombraron a mí hice una señal inoportuna, casi rayando en la locura o en trazo de tangente ajena al evento, de sesgo por otra realidad perniciosa.
Fueron tres días y dos noches de borracheras, de amoríos etéreos y circunstanciales con la Poesía; con los bellos y feos rostros de las y los poetas que se dieron cita en aquel lugar, donde aedas desmonotonizaban la rutina de las ciudades.
En la habitación número 11 se encontraban poetas de San Pedro, Mao y la horda de dos internacionales (o extranjeros). Carlos reyes, Randolfo Ariostto y Bartolo Cabrera hacían de mis compañeros pertenecientes a Valverde.
Los nombres de los poetas de San Pedro no llegan a mi memoria desmemoriada. Ricardo Marín y otro solo conocido por William son los poetas de Costa Rica que nos acompañaron en las noches —en el día se perdían, o quizá el problema de perdición era el complejo únicamente mío.
Iba con los de Valverde por necesidad ontológica; existo en esta ciudad, existo en Santiago, en fin a veces creo ser de todas partes.
La noche primera [madrugada del sábado] se encontraba mi espíritu divagando por sombras y por la conversación sostenida con una poeta de Santiago —que para mí es tan necesaria para vivirme— en la estrecha cama de sábanas plateadas y de espumosas olas refrescantes. Entonces escuché ruidos, voces lejanas, risas e imperceptibles sorbos {tragos} de ron y de esa bebida costarricense llamada guaro o agua ardiente, parecida al vodka —si exagero es por el sabor suave y condensado en la textura, además al igual que el vodka, al beberlo uno no siente en el paladar el escozor caliente y destructor, sino cuando cae aplomado en el vientre y esa calentura sube en ola de fuego sublime incinerándolo todo a su paso.
Me incorporé de mi estado vegetativo y llegué allí donde estaban estos sinónimos de palabras y humanas imágenes disfrutando de cada movimiento. Se leía poesía de poetas nuestros y poetas costarricenses. Entré y me recibieron en presentación oficial por mi amigo Randolfo, que insistió en que leyera una de mis poesías: “Canción de un asesino en el infierno”.
Ricardo Marín y el nombrado William se quedaron inertes —al parecer— de asombro y llenos de emociones indescriptibles. Ricardo, entonces, saco de su repertorio papelístico, un paquete de poesías escritas por él —porque ellos no habían leído sus creaciones—, y cantó a “Amanda”; ah, y qué grandes sensaciones encontradas vinieron a mí. Me poseyeron las imágenes de bares, de señoras viejas, muy viejas sufriendo agonías, frustraciones, de temores de no encontrar quien le eche un polvo, cansadas de verse allí sin objeto en la vida, dándose jumos, de arquetipos prostituyentes, de palabras fatídicas, de colosales palabras análogas a mis muchas impresiones de nuestras realidades, de ese mundo vacío y pernicioso que nos consume en esta estrecha relación diacrónica y anacrónica del pesimismo. Luego extrajo poemas de su autoría William: también hallé aquí esa misma pasión y fuerza destructora de un mundo famélico, degradante y brusco.
Tanto me sentí a mí mismo identificado con sus poesías que tuve, por necesidad vigente y de ontonomasia, que contarle una anécdota de un amigo poeta: este amigo poeta iría a visitar un país de Centroamérica —Panamá—, y nos vimos unos días antes de su partida en el restaurante de la San Luis —por esa época viviame yo en Santiago—; el poeta me dijo si deseaba un detalle que representara la cultura de aquel país, y por supuesto, de modo que, no me opuse a su oferta de amistad gratuita, diciéndole: —Aunque sea una piedra tráeme de allá.
No sé cuanto tiempo permaneció el poeta por los predios del ismo, pero llegó con algo sumamente sorpresivo para mí. Me trajo un libro de un escritor sumamente joven: Javier Alvarado, que había obtenido el Premio Nacional de Literatura de aquel estrecho país en el 2004, con la obra llamada “Por ti no pasa nunca el tiempo (y otros poemas al espejo)”.
Como mi espíritu es un tanto inquisitivamente dudoso y de extrañezas le pregunté el por qué este libro y no una piedra como le dije; y me contestó el poeta: —Sabes por qué te traje este grandioso libro, porque vi al poeta Augusto Bueno en esas imágenes desgarrantes. Es como si entre ustedes, no sé, o tal vez, en la América Latina, se estuviera gestando un acorde, una sintonía de ver al mundo con una misma temática, con los desafíos que tiene el ser humano contemporáneo: amor, sexo, muerte, tiempo y la elaboración moderna de las imágenes, como dice la contraportada del texto. Y no tan solo eso hay en ustedes, sino un dolor existencial que los conecta por una beta misteriosa, confabulada en una aseidad. Esta cofradía en sus poesías, esa complicidad ajena, movida por inquietudes y murmullos desgarradores, me dice a mí que existe un ente vital entre ustedes.
Esto se los conté a los costarricenses porque también todo esto existe en sus poesías como en las de mi entrañable amigo Carlos Núñez, Daniela Cruz, Lisette Ramírez, Reina Mendoza, Evelyn Tavares, Alejandro González, Rosa Silverio, Gregorio Espinal, Israel Arias, Arlyn Abreu, Carlos Reyes, Neronessa, Randolfo Ariostto, Lorraine Ferrand y, otras y otros tantos poetas jóvenes del país.
Es evidente que un hilo conductor e imperceptible nos mueve por la misma vía, quizás, solo en Centro América y el Caribe, pero me fascinaría que sea en toda la América porque en este tiempo apocalíptico de prisas y consumismo, de vacíos y degradaciones, nos han marcado nuestros corazones con una yaga, con un engendro embrionario, con una enfermedad patológica desesperante, de pesadumbres, de ocultismos, de obscenidades perturbadoras, de palabras mal bien dichas; en fin somos seres humanos llenos de locuras, necesitados por encontrar ese sendero para liberarnos de la monotonía, de esa rutina aniquiladora de sueños.